NI SEPARACIÓN NI DIVORCIO
Sigan viviendo en la misma casa. A compartir. De no mediar los sentimientos hogareños/patrios de una minoría, aténganse a las vinculaciones económicas de la gran mayoría. Aquí no cabe divorcio. Ni demanda de inventario. Ni liquidación de bienes.
Es necesario, ahora más que nunca, la cooperación entre los administradores de la casa común del estado y los extraños directivos del aparato central de la patria en las minúsculas territorialidades habitacionales que la integran. Las intenciones de eliminar las zonas comunes del edificio nacional son malévolas porque persiguen romper el bienestar de todos aunque se perjudique a los defensores de la parte. Como asevera el castizo: algunos dan patadas a los demás en el culo propio.
El sonsonete del divorcio amistoso es una entelequia surgida de la mente calenturienta de algunos padres de la división de España. El divorcio amistoso pasa por la firma de un convenio regulador imposible porque, aparte de que los hijos son numerosos y muchos de ellos menores de edad, no cabe posibilidad de segregar el inmueble. La única solución amistosa pasa por la salida voluntaria del hogar de los que perdieron la afectio maritalis y decidieron disfrutar su vida en la soledad de su independencia. A ellos no les queda sino arrendar un pisito barato o okupar alguna vivienda deshabitada o irse a vivir bajo un puente cantando a la luna de su sentimiento nacionalista o abrigándose de la intemperie o lanzando mordiscos al hambre enemiga.
No hay divorcio amistoso. No es posible. En todo caso, una ruptura belicosa bajo los auspicios de la ultraizquierda sentimentaloide y de la pseudoizquierda psoecialista que nada y guarda la ropa. Si esta gente quiere balcanizar España, allá ella. La mayoría española es multitud no españolista. Multitud que atraviesa malos momentos económicos pero que sabe determinar el alcance de destrozar la hucha familiar.
Uno admitiría, no obstante, la posibilidad de divorcio, si cada español disfrutara del derecho a decidir. Cada español. No cada catalán. Al fin y al cabo, dos no pelean si uno no quiere. Al cabo y al fin, uno puede dejarse apalear hasta que a la mayoría silenciosa se le hinchan las narices y comienza a repartir mamporros entre los chulitos que creían que la actitud prudente de la ciudadanía era producto de su cobardía cuando, en realidad, era la manifestación de una moderada y discreta actitud de respeto hacia la minoría despendolada.
Todo terminó cuando alguien dijo: “hasta aquí hemos llegado”.
Un saludo.
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