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Francisco Velasco. Abogado e historiador

VERANEAR

 

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España es un país, uno más, de los de obligada estacionalidad en vacaciones. El verano es el tiempo por excelencia para el ocio personal y familiar. Empleamos con absoluta normalidad el verbo veranear pero sustantivamos el otoño, la primavera o el invierno. Yo veraneo, expresa una acción concreta al igual que yo salto, pero también un estado de ánimo similar al de la risa e incluso un acontecimiento de la naturaleza en el sentido de sol que baña o sombra que cobija. Las demás estaciones reducen su esfera de influencia a una concreta y reducida cronología.

 

Hasta que mis hijos fueron mayores de edad y decidieron volar por su cuenta o, aun en el nido, me invitaron a viajar sin ellos, veraneábamos en la casa de campo o en alguna playa de la provincia. Buscábamos la compañía de gente de su edad y una fórmula rutinaria de trasladar los hábitos de todo el año a un escenario diferente al urbano. En definitiva, la vida seguía igual para los padres pero rezumaba independencia y libertad para los chicos. Uno acababa del verano hasta las narices. Todo para los hijos y con los hijos. Mi amigo y compadre Ignacio solía repetirme: Paco, necesito unas vacaciones sin niños por el bien de los niños.

 

Los años nos pasan factura pero el cuerpo suele pagarla más tarde de lo que se espera. El caso es que terminas por aceptar tu edad y comienzas a ver el futuro con ojos de maduro que apela a la sensatez y con cerebro lógico que se rinde ante el peso de la física de los músculos, de la química de los jugos y de la matemática de los gastos. De hoy a quince años atrás, mis veraneos son más cortos pero más míos. En el pasado dejé los baños de agua salada, las hormigas del césped, la arena mojada que embadurnaba tu cuerpo, las peleíllas de los niños por quién se ducha primero o a quien no le gusta la comida de hoy. Allí quedaron con mis años de poderío mozo.

 

A partir de los cuarenta, el veraneo siguió rumbos distintos que mantengo ya sexagenario. En agosto viajo con mi mujer y, si hay acuerdo, con amigos íntimos, al interior de España o de tantas capitales de Europa que ansiamos conocer o anhelamos volver a recorrer. Madrid es mi capital preferida. Es raro el verano que no pasamos unos días en la capital de España. Cierto que hace calor y que las calles están vacías. El primer factor es combatible. El segundo es un objetivo irrenunciable. Muchos de ustedes habrán celebrado conducir por el Paseo de la Castellana sin que un atasco maldito o un semáforo gendarme te obligue a parar cada dos segundos. Una gozada indescriptible. La oferta teatral es, sin duda, muy reducida pero quedan espectáculos excelentes. En compensación, los museos permanecen abiertos de par en par y la quietud apenas es interrumpida por la presencia de millares de silenciosos turistas asiáticos que a nadie perturban.

 

Por su parte, los hoteles de varias estrellas obsequian a sus parroquianos estivales con calidades de precio impensables en otros momentos. El comercio abre sus puertas con el mismo horario de la navidad. Pasear por las calles de los Austrias te lleva en volandas a páginas de la historia leída. La ciudad se rinde a tus pies y tus pies agradecen a la ciudad su cordial acogida. La Plaza Mayor te vigila cuando admiras su arquitectura y los parroquianos del lugar se recogen en los bares de las calles que en ella desembocan a fin de eludir el ipc que se impone al turismo.

 

A lo mejor, cuando estas líneas vean la luz, esté disfrutando de mi veraneo belga. A lo mejor. Lo repito constantemente. El destino nos zarandea con la fuerza de los niños caprichosos. A lo mejor. A lo mejor, me dejo seducir por las bellezas humanas, monumentales y recreativas de aquellos territorios que, durante muchos años, formaron parte del imperio español. En cualquier caso, les deseo a todos la misma dosis de felicidad y de calma que pido para mí.

 

Un saludo.

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