PORTUS MARIS
En el emblema inscrito en el escudo de Huelva figura “portus maris et terrae”. Puertos de mar y de tierra. Huelva los custodia. Sobre todo el de mar. Quien patrocinó la leyenda nunca imaginó la existencia de la Autoridad Portuaria. Mucho menos que esa entidad sería presidida por una de las psoecialistas más facciosas de toda la organización de Mario Jiménez. Su manera de gestionar el organismo autónomo roza la perturbación de la quietud pública. Tales son sus desmanes de enchufismo.
Huelva, que podría ser el principal puerto de España, se pierde en la medianía de actividad por más que las cifras señalen incrementos anuales. Nimios. Escasos. La potencialidad del puerto de Huelva se conecta a una red directiva y comercial de muy poco voltaje. La industria concentra el grueso de los ingresos pero la excesiva dependencia del petróleo y del gas convierten al hinterland en un territorio deshabitado. En plena recesión económica e inmersa el área de influencia en una descomunal burbuja de contaminación, el sector secundario plantea más problemas que soluciones. Salvedad hecha, eso sí, de los puestos de trabajo que se crean para solaz de algunos allegados a la señora de Paz.
Este error de interpretación no es atribuible a doña Manuela. En absoluto. La azufrosa tintura del aire, el masticable sabor del cloro y el blanquecino color del fosfoyeso vienen de muchísimo antes. Sin embargo, en vez de plantar la semilla de la reconversión, se riega la mala hierba de un presente condenado al "simporvenir". Con tal de no calar el melón de la modernidad, se persiste en el higo de la inercia con rozamientos. Hasta que la máquina se pare y, entonces, ni melones ni sandías.
Desde el estuario del Odiel hasta las marismas palermas del Tinto, se extiende una planicie extraordinariamente fértil. El Puerto no la quiere ni ver. Remodela con unas pasarelas dudosamente estéticas un conato de paseo pseudoambiental a fin de estafarnos con la percepción idílica de una ría poluta. Las barreras de hierro que prolongan el puente a Punta Umbría hasta el muelle de las canoas se alzan como una fortaleza infranqueable que alejan al ciudadano de su mar. La Punta del Sebo se yergue en el monumento a la fe descubridora como un icono de historia grafiteado por las torres carnavaleras de Endesa y los restos mohosos de la antigua central térmica. Los chapuzones de antaño engordan el ritual de recuerdos infantiles de los que ya no cumpliremos los sesenta años. El trenecito impresionista, a lo Renoir y a lo Monet, es una mota de polvo que se pierde en la montaña de nuestra memoria.
El puerto de mar de Huelva es un puerto de montaña con una cima inalcanzable que no nos deja mojar los pies en sus aguas. Cientos de hectáreas, millones de metros cuadrados, muestran los miembros gangrenados de una sociedad que permanece impertérrita ante la pérdida continuada del flujo sanguíneo de su economía cada vez más insostenible. La industria de la zona debe dejar paso, sin dañar a los trabajadores, a nuevos modelos productivos. Esa legua es de oro y se maltrata como el serrín que se pisa. Miles de puestos de trabajo aguardan la decisión de unos gobernantes cobardes y miopes. A grandes males, grandes remedios. La señora de Paz puede tener los días contados. Lo cual me regocija. Lo malo del tema es que sea Huelva la que no disponga de tiempo para rectificar y el espectro del baldío se apodere de toda la región.
Portus maris. Portus poenae. De pena. Un tesoro como el puerto de Huelva no puede estar comisariado por gentecilla afecta a intereses mezquinos. El tesoro se comparte porque así se multiplica. La Mesa de la Ría viene clamando en el desierto de Huelva por una regeneración de ese espacio. Ya se sabe lo que pasa a los profetas de lo obvio. Que son encarcelados en la cárcel de papel del descrédito. El mundo al revés. Los carceleros del progreso son quienes debieran pudrirse entre barrotes de desprecio.
Un saludo.
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