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Francisco Velasco. Abogado e historiador

MADRIDISTA

Por razones personales, estoy en Madrid. Me encanta la ciudad. Tenía 17 años la primera vez que pisé la capital. Me pareció maravillosa. Hoy, también.

Aprovecho las últimas horas de la noche para escribir mi artículo de hoy. Mañana regreso a mi Huelva y aprovecho estos minutos de descanso para hilvanar algunas ideas. Decido sustraerme a la situación política del país. Incluso a las ofertas culturales de la metrópolis. Madrid puede parecer provinciana pero de eso nada. Cosmopolita como pocas. Castiza como ninguna. Acogedora siempre. Libre de prejuicios nacionalistas. Amante de la belleza, progresista en las ideas y conservadora de las libertades. Si algo me subyuga de la antigua Magerit es su espíritu libertario y moderno.

Aunque los detractores critiquen a sus gobernantes y los sitúen en la derechona más temible, lo cierto es que Gallardón y Aguirre son intérpretes de una concepción urbana que trata de conciliar el ayer con el mañana en un alarde de genio, de creatividad y, paradojicamente, de tradiciones. Mucho Madrid.

He leído los comentarios acerca del partido de fútbol del pasado miércoles entre el Real y el Barça. A través de los mismos, ya en periódicos de información general ya en la prensa deportiva, existe un sentir casi unánime. El Barcelona es un equipo sensacional. Un equipo, un grupo, un conjunto. Enorme. Dicho desde la ciudad de los derrotados, el elogio se agiganta. Constituye una muestra de la grandeza de alma de sus habitantes. Una sensación de alivio me invade cuando compruebo que el madrileño no ha perdido su alma de nobleza y su hidalguía. Se rinden a la realidad por más que duela.

Rememoro la guerra de las ideologías. Los ideólogos construyen sus teorías a partir de la realidad que viven. A partir de sus ideas "novísimas", quieren transformarla de raíz o, cuanto menos, revisar los mecanismos de su sistema. Durante un tiempo dan la tabarra a diestro y siniestro con tal de alcanzar la inmortalidad de la tesis. Vano intento. La realidad pudre sus doctrinas y éstas acaban abonando campos que seguirán sumidos en la esterilidad. En ese instante, el pensador descerebrado mira hacia otros que se pegaron un tortazo similar y, antes de admitir su inanidad, inventan un truco manido. Falsifican la realidad. Como no pueden modificarla, se la inventan. Bingo. La ideología ha servido, una vez más, de coche fúnebre que transporta las libertades individuales para enterrarlas en el panteón de la colectividad supuestamente libre.

Esa ideología fascista y totalitaria no arraiga en los Madriles. El chauvinismo franchute no puede triunfar en la bohemia del barrio de los Austria ni en los suburbios finales donde llega el metro. Este Madrid es la patria de los simpatrias y la nación de los que no nacimos en ella pero en la que habitan familiares de los que hemos oído hablar a nuestros abuelos. Todos somos de Madrid. De alguna forma.

Uno se siente en su casa. No obstante, demasiado palacio para los que solemos movernos entre los muros de nuestra pequeña Onuba. Si, aparte, uno se identifica como madridista, entonces la emoción crece. Porque antes el Madrid ganaba nueve y medio sobre diez. En estos tiempos en que el Barcelona nos vapulea en lo futbolístico y nos alecciona en la virtud del saber estar, los madridistas reconocemos la superioridad del eterno rival y ovacionamos sus aptitudes y su actitud. Es lo que hace grande a Madrid. No es fácil ser un señor o una señora. Ser un gañán, sí.

En mi onubensismo de entrañas, confieso mi amor por Madrid y mi admiración por el club de la Castellana. Desde Madrid lo escribo. En Huelva lo ratifico.

Un saludo.

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