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Francisco Velasco. Abogado e historiador

LABOR DE ZAPA


 Mira que nos costó traer la Constitución. Casi tanto como restablecer la democracia. Con igual suspense. Democracia y Constitución se funden en un concepto esplendoroso: pueblo soberano. Si se ataca a uno solo de estos tres monumentos jurídicos, ya sabemos de dónde proviene la ofensiva: o de fascistas, o de totalitarios de izquierdas o de derechas, o de ignorantes, o de perversos, o de malintencionados, o de  belicistas, o de añorantes de la Dictadura.


La nuestra es una Constitución avanzada en derechos y libertades. Muy progresista. Muy sensata. Muy de concordia.  La libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político son principios esenciales de la misma. También es una Constitución flexible, ambigua incluso, interpretable en algunos conceptos, diáfana y rotunda en otros. Del pueblo español emanan los poderes del Estado, proclama. No del catalán ni del extremeño ni del castellano ni del balear. El pueblo español es el soberano.


 Los padres de la Constitución del 78 eran conocedores de la tortuosa historia de la España de los siglos XIX y XX y, desde esta sabiduría, quisieron dejar muy claro que esta Ley Suprema "se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles". Sin por ello omitir ni silenciar ni ocultar que "reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas".  La gran novedad y la mayor originalidad de  nuestra Carta Magna fue el Título Octavo: el Estado de las Autonomías.

 

Sin embargo, a nadie se escapaban las aspiraciones independentistas de algunos. Aspiraciones absolutamente legítimas cuya legalidad sólo será posible en el marco de la Constitución. En su defecto, ni legalidad ni legitimidad, porque la violencia, el terrorismo, la política de hechos consumados, la vía de hecho, el solapamiento de unas leyes de menor rango en otras de más categoría jurídica, la perversión del derecho, etc., son atajos ilícitos, antijurídicos y anticonstitucionales. De estos atajos y de estas aspiraciones éramos conscientes muchos españoles y más todavía los redactores de esta Biblia laica que es una Constitución.

 

En esta consciencia jurídica e histórica, Solé Tura, Gabriel Cisneros, Peces Barbas, por citar a tres de los siete ponentes, no dudaron en redactar un párrafo advertidor en el marco de un artículo muy interior, el 155. "Si una Comunidad Autónoma no cumpliere las obligaciones que la Constitución u otras leyes le impongan, o actuare de forma que atente gravemente al interés general de España, el Gobierno, previo requerimiento al Presidente de la Comunidad Autónoma y, en el caso de no ser atendido, con la aprobación por mayoría absoluta del Senado, podrá adoptar las medidas necesarias para obligar a aquélla al cumplimiento forzoso de dichas obligaciones o para la protección del mencionado interés general". El peso de la historia sobre los hombros de los españoles ha llegado a ser tan insoportable y tan condicionador, que todas las cautelas son pocas.

 
 Lo que no imaginaban los constitucionalistas es que el peligro de vasquistas y catalanistas se podía acrecentar hasta el infinito con la irresponsabilidad de un Zapatero y de un Montilla de tres al cuarto pero con más ambiciones que la princesa de Éboli.  

 

 A vueltas con las dos caras. Una vez más poner una vela a Dios y otra al demonio. De nuevo, la marcha sobre el filo de la navaja. Se repite la historia del quiero y no puedo. El fantasma del artículo 155 toma posiciones. Atención a los duendes. No se les ve, pero enredan, lían, confunden, traicionan, atentan. Atención.

 

Un saludo.

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