LA CULTURA DEL ARTISTEO
Siempre me gustó el cine. Desde muy niño, procuraba reunir las tres pesetas que costaba la entrada de “delante” en cualquiera de los cinematógrafos de mi provinciana ciudad. El cine sigue formando parte de mi afición por las humanidades en general. Lo que pasa es que mi cinefilia se ha vuelto inversamente proporcional a la lejanía del local. Lo de los multicines no lo llevo muy bien. La sala única formaba parte del rito de la película. Como el fútbol. No es lo mismo verlo en el lugar de culto que es el estadio que en la televisión. Pierde magia.
Antaño consideraba a los actores como intérpretes de un mundo en el que ellos no eran sino servidores de la idea de un tercero. El escritor y el guionista eran los intelectuales. Los artistas, meros cómicos que traducían el mensaje cifrado a un lenguaje entendible por todos. Como los juglares o los trovadores que cantaban poemas de otros. Vehículos que transmitían cultura pero, sobre todo, sueños, quimeras, mitos. La ficción cobraba un viso de realidad que se prolongaba casi dos horas. Nunca vi en Paul Newman ínfulas de Hemingway. Ni a la Loren aparentar la vida interior de la Fallaci. Mucho menos al mismísimo Fernán Gómez vanagloriarse -pudiendo hacerlo con razón- de su caudal como autor. Actores y actrices extraordinarios que nos transportaban en volandas a un mundo hermoso por lo distinto y por lo alucinante.
En nuestros días, las cosas han cambiado mucho. Sobre todo, en esta España de nuestros amores. Las españoladas que criticábamos en los setenta se han convertido en filmes de coleccionista. Los protagonistas de aquellas películas eran auténticos genios de la ficción. No veíamos a la persona que tras el histrión vive, no. Sólo contemplábamos al personaje. Tal era su capacidad de transportarnos. Tal era su categoría para sustraernos a la presencia de la cámara. Hoy, la cosa es diferente. Cuando veo una película española, me doy cuenta de que Conchita Velasco no es ya la eterna chica de la cruz roja, sino una profesional del teatro que recibe subvenciones del partido socialista. Y si estoy viendo una entrevista a José Sacristán, ejercito el zapping a fin de no escuchar las falsas protestas progres de un representante interesado de la “ceja”. Federico Lupi se ha despojado de su fuerza de gaucho con carácter y se ha enfundado la malla de amanerado hooligan del poder que paga a los de su cuadrilla.
Se las dan de gente de izquierda comprometidos con el pueblo a la vez que de intelectuales de renombre inmemorial. Los pobres no ven más allá del horizonte de un bolsillo que les repiquetea y, como defienden los behavioristas, babean cuando escuchan la campana del dueño que desembolsa monedas conductistas.
Han pasado de actores a gente del artisteo. De bohemios a politicastros de salones de dudosa nobleza. De magos a titiriteros. De payasos a famosillos del sálvame. Ni siquiera pueden competir con Belén Esteban ni con los alumnos de la escuela del método del gran hermano. Éstos son naturales. Los de la profesión, derrochan artificialidad. Los muchachos de telecinco juegan un papel creíble. Los de la ceja, ya no encajan. Están descoyuntados por la fuerza centrípeta de la campanilla subvencionadora. Se agotan y se agostan en el Annapurna de la defensa de Garzón o de la guardia pretoriana de Zapatero. Son intelectuales mínimos a los que el arte de Talía no les es afecto. Sus amores son otros, más prosaicos.
El intelecto, cejistas o cejudos, actores o cómicos, no está al alcance de cualquiera. El mejor pianista nunca besará la frente de Mozart. Pocos actores pueden alardear de su inteligencia. Muchos de ellos, sin embargo, son absolutamente listos. O listillos. Ellos.
Un saludo.
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