UNA CARA INOCENTE
La del niño. Entre la muerte y la vida. Una víctima. Una más. La desesperación se resume en los ojos de un niño de siete meses. El determinismo del territorio se hace realidad en Kenia. O en Somalia. O en Chad. La desnutrición forma parte del paisaje humano de la negritud. La escualidez subsigue a la ausencia de alimentos y la debilidad esquelética representa la hambruna de millones de personas. La cara del niño vierte su sonrisa en el estanque vacío de una civilización sin defensas espirituales. La risa actual voltea su tristeza de ayer. Ha podido comer.
El primer mundo se queja por los efectos de una crisis canalla que, sin embargo, no perjudica al universo de los desheredados. Que si la bolsa se estrella. Que si los puestos de trabajo se evaporan. Que los salarios son asesinados a tijeretazos. Que si nuestros abuelos sufren en sus carnes el aguijón de sus depauperadas pensiones. Que si no se venden coches. Que si las casas pierden valor de mercado. Que los restaurantes de lujo tiran a la basura millones de toneladas de comida. Que si... Que sí. Que los lamentos de los más ricos suenan carcajadas de gula en la carencia de los que ni siquiera pueden ser pobres.
El fin de la vida humana no está por llegar. Tiempo ha que advino. Lo del once del once del once no fue sino un recordatorio de nuestros pecados pretéritos. Se puede morir de éxito pero no se debe morir de hambre. Cuando esto ocurre y la frecuencia y el número de fallecimientos no estremece, contemplamos el muro que separa la vida de la no vida. Bebemos cerveza fresca y miramos, impertérritos, a miles de infelices a los que se les niega el agua. No nos sentimos concernidos por la desgracia nuclear de millones de seres. Nacen con la lacra de su lugar de origen. Nos reconforta la conciencia una lágrima furtiva o la entrega de un óbolo a la oenegé de turno. Lavamos nuestra crueldad interior en el río que discurre aguas abajo. Remontamos la corriente de nuestros olvidos a base de golpes de pecho, de apadrinamientos sedantes y de meses y causas.
La inocencia del niño nos revela el drama de la culpabilidad de los ricos más pobres y de los pobres más ricos. Ya es duro no alcanzar siquiera el umbral de la indigencia. Al menos, un indigente conoce las estrecheces de su alrededor. En Kenia no cabe la penuria porque no se conjuga el verbo escasear. Sencillamente no hay. Las referencias marcan fronteras de bienestar. Los niños de África carecen de referencias de bienestar desde el momento que ni la leche del pecho materno consuela su destino de recién nacidos. Somalia forma parte del cuerno del continente negro. Cornamenta topográfica y empitonamiento moral.
Se busca humanidad. Vale que nos miremos el ombligo. Pero debemos escarbar en el “joyo” de nuestra sensibilidad. De la sensibilidad, que no de la sensiblería reprochable. La cara inocente de los niños que mueren de hambre no basta. Los buitres que se alimentan de sus cuerpecitos no enterrados no nos conmueven más allá de la millonésima de segundo que tardamos en cambiar el programa de televisión que nos ofrece tan desagradable espectáculo. La cara del culpable se mueve entre una mirada de horror y unos dedos veloces. Vivir para no ver.
Un saludo
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