MALDITAS FINANZAS
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Cuatro hermanos. Mi madre parió cuatro hijos en la casa familiar. Con la ayuda de la matrona. Eran tiempos de partos domésticos. El fantasma de los niños robados se paseaba, no obstante, por aquellos lares humildes. Con otros términos y en distinto contexto. El mantenimiento de la prole descansaba, en exclusiva, sobre nuestro padre, pluriempleado impenitente que administraba los cuartos con la precisión de los contables. Tanto ingreso, tanto gasto y tanto ahorro. El consumo, de tan meditado, no se atrevía a salir por la puerta de la calle. Los mayores crecíamos y conservamos la ropa para que sirviera a los más pequeños. La austeridad era un concepto que resumía la escasez de los años cincuenta del pasado siglo.
Los mozalbetes de aquellas familias pobres intentábamos sacar la cabeza del agujero negro de la pobreza disimulada de pantalones remendados y camisas ultralimpias de aureliolinares, el de la tienda chica. La superación de las barreras económicas era un requisito para remontar obstáculos sociales. En una misma clase del Bachillerato elemental o superior podíamos congeniar el hijo de un escribiente, el de un médico o el de un obrero de la construcción. Mientras nuestras relaciones se inscribieran en el marco colegial, las diferencias se concentraban en el poder intelectual de las aulas o en la capacidad deportiva del patio de recreo. Fuera de aquel escenario uniformador, las reuniones de las pandillas durante los fines de semana marcaban status. El vestuario de calle destacaba a los que lucían el lagarto francés o la corona británica de Fred. Las marcas establecían escalones de poderío. Los más desfavorecidos nos conformábamos con ligar a base de simpatía, originalidad o labia.
Desarrollábamos entonces verdaderos cursos de inteligencia emocional a base de ejercicios autodidactas. O se aprendía sobre la marcha o te ibas al garete. Deprimirse resultaba muy caro en aquellos años. Como nuestros padres, debíamos realizar equilibrios financieros para ir a los bares con tus amigos y no endeudarte hasta las cejas. De esta manera, algunos llegamos a ser expertos en tomarnos “peseteros” con altramuces. Algunos colegas te prestaban un duro que tenías que devolver, peseta a peseta, a lo largo de la semana. Así, cada semana. El círculo social te imponía unas reglas y las aceptabas por las buenas o por las malas hasta la autoexclusión. El flujo de dinero condicionaba el caudal de amistades. De cuándo podía un chavalote de diecisiete años faldar de caseta privada en las colombinas o disfrutar las vacaciones veraniegas en el chalet familiar de la playa o beneficiarse del pase gratuito a la sala de cine con que la empresa obsequiaba al padre de importante cargo público.
La situación de necesidad aguzaba el ingenio. La voluntad de sobreponerse al determinismo te llevaba a la educación como instrumento de movilidad social. Las finanzas son el fin. Aunque no desprecian su condición de medio. Desde el momento que se olvida esta dicotomía, surge la idea del vivir para trabajar y del trabajar para vivir. Cada uno que se quede con la que mejor les venga. No existe modelo único. En mi caso, he trabajado tanto para vivir que mi desencanto es mayúsculo cuando percibo que he dedicado demasiado tiempo a vivir para trabajar.
Es la maldición de las finanzas. Que, encima, no tengo un euro. Eso sí, tampoco deudas. El que no se consuela es porque no quiere.
Un saludo.
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