LA HUELVA SENCILLA DE VIVIENDAS HUMILDES
Nací en Huelva allá cuando se abría la página de la segunda mitad del siglo XX. No conocí, por consiguiente, los baldones de las páginas postreras de la primera parte del libro de esa centuria. Al menos, no fui testigo directo. Sí conviví con los protagonistas de la guerra fratricida del treinta y seis. Mis padres fueron niños de la contienda civil. Soportaron las inclemencias de su estallido antes de cumplir los once años y debieron tragarse todas las miserias que este tipo de refriegas acarrea. Al final de la miseria, el hambre. Después, la penuria. En ese estrato de degradación económica vino servidor al mundo.
La calle Alfonso XIII fue mi patria y la calle mi patio de armas, mi campo de fútbol, mi coso taurino y mi estadio olímpico. Mío, sí, y de todos los pilluelos que conquistamos la madurez a base de carreras, de mocos sorbidos, de juegos inocentes, de escuelas gélidas, de bollos grandes de pan con un trocito de chocolate. La calle era un paraíso, no crean. Sin coches y sin contaminación. Con todas las carencias materiales pero henchidos de solidaridad y de vecinal amistad. Huelva sencilla de humildes casas de una o, a lo mucho, dos plantas. Gente cercana y limpia que sobrevivía del pluriempleo mal pagado y del conformismo con el destino.
Esa Huelva está desapareciendo. Mas todavía permanecen muchos restos. Son pervivencias de un pasado que se superó en lo material pero que jamás será desbordado en lo espiritual y en lo afectivo. La arquitectura típica respondía a la idiosincrasia de sus habitantes. Gente buena, amable, acogedora, sujeta al duro banco de su pobreza por las cadenas que ellos mismos se colocaban. Miedo. Mucho miedo al qué diran. Las mujeres, con velos y medias, acudían los domingos a la tempranera misa de la catedral. Los chavales acompañábamos a nuestras madres después de lavarnos la cara con el agua helada de la mañana. Vestíamos el traje de fiesta, no crean. El de los domingos. El barrio entero se congregaba en la iglesia. Venían gente de la Vega y de la Plaza de toros, incluso del Molino. El párroco celebraba otra misa a las doce. Este oficio revestía mayor solemnidad. Después del mismo, los más pudientes se acercaban al centro de la ciudad, paseaban a los niños y, mientras estos jugaban en la plaza de las Monjas, los progenitores se tomaban una cervecita, con una tapa para los dos, en el Telefónica o en el Pelayo. Era el lujo más especial que se podía permitir un trabajador en esos años. Algunos trabajadores. Muy pocos.
Recuerdo los frios invernales que combatíamos en las solanas del Paseo de la Independencia o en los braseros de cisco y carbón que comprábamos en la cercanía. Las lluvias asolaban nuestras vidas. Nos colocaban unas botas de agua, un impermeable ligero como la pluma y en los charcos competíamos como soldados de un ejército de marcianos. Y el barro. El eterno lodo que nos afluía del cabezo. La Huelva de entonces nos ha legado algunos “cerros testigos” de su urbanismo pobre y humilde.
Nos quedamos con la memoria. Aquellos tiempos. Aquellas familias. Ilusiones rotas. Esperanzas de un mundo mejor. Preguntemos a los abuelos de hoy. La respuesta está en la realidad. La solución no existe. No anhelamos el lujo aunque pretendemos un poco de confort. Claro que hemos perdido la calle. Esta calle. Signo de los tiempos. La de nuestra infancia permanece.
“Pues aunque el resplandor que en otro tiempo fue tan brillante hoy esté por siempre oculto a mis miradas, aunque nada pueda hacer volver la hora del esplendor en la hierba, de la gloria en las flores, no debemos afligirnos, pues encontraremos fuerza en el recuerdo en aquella primera simpatía que habiendo sido una vez, habrá de ser por siempre, en los consoladores pensamientos que brotaron del humano sufrimiento y en la fe que mira a través de la muerte, y en los años, que traen consigo la filosófica mente”.(William Wordsworth).
Un saludo.
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