BARBEROS Y NAVAJAS
Que sí, que el PP ha ganado las elecciones. Otro día me referiré a ellas. Hoy, no. Hoy me acuerdo de lo que se ha sufrido para producir el cambio. Hoy me acuerdo de algunas personas que han padecido lo indecible para impartir justicia en Corruptilandia. Ante ellos me quito el sombrero.
Muchos habrán olvidado al juez Marino Barbero. Yo, no. En 1995, incapaz de reponerse a su enfermedad, agravada por los ataques recibidos desde el Ejecutivo de Felipe González y a causa del desamparo del Consejo General del Poder Judicial, el juez Barbero renunció a su magistratura en el Supremo. Sufrió en sus carnes una ignominiosa campaña de descrédito por parte del Psoe hasta llegar a su destrucción personal. La secta se revolvía, furiosa, contra el osado que descubría la maquinaria de financiación ilegal del partido. El señor Rodríguez Ibarra, uno de los máximos guardianes del escándalo de corrupción global en aquella España sojuzgada por el rodillo felipista, llegó a decir, el muy canalla, que el juez del caso Filesa quería "intervenir en política sin presentarse a las elecciones dictando sentencias, abriendo y cerrando sumarios al igual que hace ETA, que quiere participar en la vida política poniendo bombas". Blanco y en botella, leche. Beber esa leche de esta botella, veneno. Son así.
El caso Blanco vuelve a colocar a la banda en posiciones de ataque frontal y en tromba. No se limitan a defender la presunción de inocencia del vicesecretario general de la pandilla. Con eso no basta. Han llenado de minas las lenguas, ya de por sí mortíferas, de los portavoces más camorristas. La orden es poner en entredicho la imparcialidad de los jueces. Caiga quien caiga. Todo con tal de salvar los muebles podridos de la estancia del ministrín de autofomento.
En esta secuencia de degüellos al por mayor, la sucursal mafiosa andaluza ha saltado a la arena de los disparos. Dejan para los pistoleros de Madrid a la señora San José y seleccionan en Sevilla al grupo de operaciones que se cargue a la señora Alaya. Lejía a chorros. Ácido a discreción. Desfigurados los cadáveres, hay que enterrarlos o cremarlos. Ni un gramo de esperanza de hallarlos. Como con Marta del Castillo.
Alfonso Guerra ha colocado a la Juez de los EREs en el “blanco” de sus cuchillos. Parafrasea a Ibarra y no duda en soltar a la fiera corrupia de su indignidad y de su cobardía: “dicen que existe una relación especial entre la juez y algún partido”. De la relación institucional, el desvergonzado politicastro hermano de Juan Guerra ha bajado a la entente personal: “incluso hay una relación fuerte personal entre la juez y el actual alcalde de Sevilla, Juan Ignacio Zoido, que eran compañeros y dicen que algún expediente en común tuvieron”. Lo que calla el parlanchín Guerra es que la juez Alaya está instruyendo una causa contra il suo fratello Gianni, el de los cafetitos y el de los caballitos famélicos. Así que, de camino que le lanza una puñalada siniestra entre los ojos, le muestra la faca que guarda, el iscariote, en la derecha.
Marino Barbero murió en 2001. Su corazón no pudo resistir mucho tiempo el recuerdo de tantas alimañas asesinas. Fue un héroe de nuestro tiempo. Como Javier Gómez de Liaño, que pensó que podía, él solito, frenar el rodillo infernal de los Polanco y de Prisa. Veremos qué dispensa el futuro inmediato a San José y a Alaya. Son mujeres legendarias a lo Agustina de Aragón. En la guerra de la independencia del poder judicial contra los invasores fascistonapoleónicos del general Griñán, estas damas son las Juana de Arco de la lucha contra el mal.
Barbero cayó víctima de su honradez. Gómez de Liaño sobrevive merced a su fuerza de voluntad. San José y Alaya, Alaya y San José están. Las navajas de miles de sicarios sobrevuelan sus gargantas. La cueva de Alí Babá ha sido puesta en peligro por estas dos gigantes de la judicatura. Los ladrones no se paran en barras. Para mantener su poder y disfrutar de sus tesoros, no es que maten. Es que rebanan cuellos. Con sus navajas barberas. Los indeseables.
Un saludo.
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