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Francisco Velasco. Abogado e historiador

ZARANDEAR

 

 Algunos hablan de dios. Otros, del destino. El zarandear es el infinitivo de los fuertes. Nos pillan por los hombros y nos agitan con violencia. Como muñecos de trapo. Dios o el destino. La naturaleza. El pantócrator. El terremoto de Japón nos muestra la insignificancia de lo que somos. Sic transit gloria mundi. El pensamiento barroco nos asalta en cada esquina de esta crisis y nos recuerda que polvo somos y con él nos fundiremos. Japón es la esquirla de la cruz que la vida en la tierra es. Hemos de aprender a vivir con ella porque, a la postre, lo que le arrebatamos, nos será demandado.

 

Frente a la acción, la reacción. El azar puede ser un invento. Como el amor. Física y Química en la base de todo. Literatura que recrea episodios telúricos, pero que esconde la potencia de lo concreto, de lo causal. Ignoramos muchas de ellas, pero en la combinación de las mismas hallaremos la respuesta a nuestras dudas. Acaso estemos predestinados a partir de una causa preexistente. Si la causa es Dios, él murió en la cruz y los hombres morimos en cada astilla de esta “tau” que para san Francisco de Asís, era signo de conversión y de penitencia, de elección y de protección por parte de Dios, de rendención y salvación en Cristo. En el evangelio de Juan se puede leer: “no causéis daño ni a la tierra ni al mar ni a los árboles, hasta que marquemos con el sello la frente de los siervos de nuestro Dios”.

 

El destino en forma de movimiento brutal se ha llevado por delante vidas. Y bienes. Vidas. El bien es la vida. La vida es el bien. El panteísmo irrumpe en nuestras vidas como el ciclón remueve los cimientos de nuestras pequeñeces. Japón se estremece en su geografía montañosa, volcánica y sísmica. En la lucha contra el absoluto impersonal con el que los panteístas identifican a dios, los nipones elevan a su dios el espíritu que niegan a la naturaleza cercana. Buscan su amistad y domestican su fiereza. Hasta que la psique humana penetra lo que se encuentra a su paso y se indentifica con su yo íntimo. Entonces, uno se pregunta dónde se sitúa el bien y en qué desfiladero del alma se aposta el mal.

 

Se duele la tierra y protesta. Con ira y cólera descontroladas. No es el pantócrator justiciero. La severidad de su lenguaje no se enraíza en su majestad, sino en su autoridad de juez que proclamará su justicia definitiva cuando llegue la Parusía, el fin del mundo. El cinturón de fuego del Pacífico es la medida de la rebeldía del ser humano a su destino terreno. Es momento de volver en sí. La nimiedad del hombre se apalanca en su atrevimiento estúpido. O en su miedo insuperable al sistema de quienes creen que el universo entero es el único Dios. El respeto al dios personal es el consuelo de los angustiados.

 

De dónde sacaremos el brío para que la muralla de nuestras creencias adquiera la flexibilidad de las edificaciones anti-tsunami. De faltarnos esa garra, el destino es el perecer. Después de ser zarandeados, la muerte nos aguarda guadaña en mano. La solidez de la construcción física es la representación del baluarte contra el abatimiento por el revolcón. Zarandear, digo, es oficio de unos pocos. Ser zarandeados es el fatum de todos.

 

Viva Japón. Viva. En la tierra del sol naciente, el dios de la naturaleza y la naturaleza hecha dios se han manifestado. Cada uno escriba su propia penitencia. La nuestra es ser sacudidos. Alguna vez que otra, sacudir.

 

Un saludo.

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