PANDEMÓNIUM
De la mano. Crisis y barroco van juntitos. El pícaro, el truhán y el granuja hallan en la crisis económica la excusa para justificar la laxitud de los valores. El hambre, dicen. La necesidad, explican. En el mundo de los bribones y de los sinvergüenzas, el crack financiero sirve de coartada para delitos miles.
Milton escribía, allá por el siglo XVII, su célebre obra “El paraíso perdido”. No es sino un poema de la vicisitud, del cambio, de la confusión. En el mismo, el autor inglés llama Pandemónium a la capital del infierno. Las tinieblas, se dice, se funden con la luz. Son momentos de claroscuros. Lugares de ruido y confusión.
El paraíso de Occidente se pierde. Demasiado esplendor para tan dolorosa miseria periférica. El limes se resquebraja. Los parias de la tierra reclaman algo más que migajas. Buscan participar en el festín. Aunque les cueste la vida. A costa de hundir el pérfido stablishment que maneja los hilos del mundo títere.
En una sociedad surcada por la cicatriz relativista, se rechaza la moral universal de ninguna naturaleza. Se niega la verdad absoluta y no existe interés por buscarla. Se niega la existencia del bien objetivo y, por eso, en vez de Ética, se cursa Educación para la Ciudadanía. Se niega la mejor cultura y, en su virtud, no hay por qué hallarla. Escepticismo y cinismo son la columna vertebral de este mundo relativista.
Y, sin embargo, los seres humanos mantenemos los valores. La verdad ha de demostrarse aunque sus efectos amainen. La belleza física se repliega a parámetros corporales. En el mismo sentido que la belleza moral se refugia en cuevas televisivas. Hemos trasladado la arquitectura de nuestras relaciones a un espacio global, universal. La negritud está dejando de ser un referente despectivo y se acepta, por fortuna, su potencial creciente. La mujer se encarama al árbol de la igualdad e impone al machismo secular su categoría excepcional. La vejez demanda posiciones más allá del Consejo de Ancianos de la tribu y condiciona su voto al mensaje del candidato. La homosexualidad se abre paso entre la injustificable e inadmisible muralla de homófobos. Los valores se modifican al alza, en algunos casos, y a la baja, en otros. Lo que hay que perseguir es la reconducción de esos valores a detalles de normalidad.
En tanto esto no ocurra, el paraíso se pierde. De manera insensible, sólo avisada por rebeliones puntuales y lejanas. Pandemónium cuyo eco parece afectar a otros. No es así. El clamor cerca y sitia al rico mundo de occidente. La crisis económica será la antesala del infierno que construimos. Las democracias se afean conforme la corrupción hace nido en ellas. Cuando se aprende a vivir con el impudor, lo indecoroso se apodera del núcleo y del entorno. Las dictaduras acechan. Los sondeos acerca del impulso de la ultraderecha en Francia son elocuentes.
La capital del infierno es el pandemónium. El pandemónium, en realidad, es nuestra propia pasividad, nuestro reiterado conformismo, nuestro abandono de las posiciones de defensa de los valores que hicieron de nuestra sociedad, el paraíso terrenal que ahora se nos escapa. Pandemónium interior.
Un saludo.
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