EL JUANCARLISMO
El juancarlismo atraviesa el desierto. Abandonó su particular oasis de cariño ciudadano para echarse en brazos del borbonismo de sus predecesores. Los genes pueden ser imbatibles si el ánimo es débil. Don Juan Carlos I, rey de España, debiera meditar sobre su presente. Un presente que, en realidad, es su futuro inmediato. Antes de que las olas del vendaval de vísceras y odios se lleve consigo a la propia monarquía.
La familia real carga sobre sus espaldas el lastre de una década de desenfrenos. Alguien tiene que pagar por ello. El sujeto agente del atropello a la Corona no es otro que el propio monarca. Por acción y por omisión. Es al Jefe del estado a quien se debe presentar la factura.
Los abucheos contra Doña Sofía forman parte del anecdotario de las noticias de cada día. De las cerradas ovaciones a los pitos. Muy fuerte debe soplar el viento en España para que el brusco cambio emocional se produzca. Nefastas las actitudes de los miembros de la real familia para acaparar tantas hostilidades.
Y, sin embargo, la monarquía no es autoritaria. Ni despótica. Mucho menos, absoluta. Es, por fortuna, parlamentaria. Hija, pues, de la democracia. He ahí la cuestión. Si las corrupciones de la clase política no consiguen rendir a esta democracia, por qué hemos de blandir la espada de plastilina a la hora de defender a nuestro sistema constitucional y a la primera institución del Estado.
La democracia es intocable. Debe serlo. Nostálgicos de la dictadura y zombies del comunismo totalitario escarban la tierra que pisamos. Los primeros pretenden reeditar el franquismo más feroz. Los segundos siguen empeñados en volver a las checas y a los gulags. El señuelo de un rey debilitado, enfermizo, cocido en el propio jugo de sus familiares más cercanos, constituye un alimento para las extremas derechas y para las izquierdas extremas.
Lo peor es el ambiente belicoso que se extiende por doquier. El Rey Juan Carlos personifica la Corona y ésta es la organización política de España. En las actuales circunstancias, dudo muy mucho acerca de la facultad del rey en prestigiar las funciones que le concede la Constitución. Ni las simbólicas de unidad, permanencia, moderación o arbitraje, ni las representativas de mando general de las Fuerzas Armadas ni las atribuidas dentro de los marcos del Ejecutivo, del Legislativo o del ámbito de la política internacional.
Ángel Pestaña, histórico líder sindical, escribió que lo peor que puede haber, el mayor peligro de fascismo para España, era tener una República gobernada y dirigida por un Gobierno cuyos componentes tengan un arraigado sentimiento monárquico. No le faltaba razón.
En reciente conversación de sobremesa en casa de un amigo, alguien sostuvo la siguiente tesis: la resurrección artificiosa del carlismo como medida para falsificar las identidades. Y por qué razón. En los años previos a la dictadura de Primo de Rivera, los liberales eran absolutistas a más no poder. ¿Y los carlistas? Más nacionalistas que nadie y anticentralistas a conciencia. La contradicción puede hacernos cavilar. Sin embargo, sobrevuelen las palabras.
Alfonso XIII acabó destituyendo al General. Éste no asumió definitivamente el signo fascista. La monarquía se cargó a la dictadura desde una óptica republicana. El falseamiento de identidades aboca a la confusión. Los padres de la Constitución del 78 no previeron -¿o sí?- la formidable presencia republicana silenciosa que condicionaba a la nueva monarquía.
Don Juan Carlos no se ha querido enterar. Ahora es demasiado tarde. Su camino se estrecha conforme se aleja. La decisión debe estar tomada. Hoy mejor que mañana. La Corona está por encima del personaje. La democracia mucho más alto que la Corona. Si la República ha de venir, será bien recibida. Siempre que no se pisotee al pueblo ni se transgreda la Constitución.
Y si la abdicación es la fórmula, adelante con los faroles.
Un saludo.
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