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Francisco Velasco. Abogado e historiador

JUECES PARCIALES

 

La judicatura atraviesa un momento difícil. Muchos jueces tardan en asumir el cambio de una sociedad dictatorial a una democrática. En democracia, las formas son esenciales. En dictadura, se diluyen en la propia negación del fondo, que no es sino la libertad. En los cercanos tiempos del franquismo, el status de los jueces, como el de los altos mandos militares, copaba los más elevados niveles de la sociedad. Inatacables. Inalcanzables. En nuestros días, las cosas han cambiado hasta el extremo de que su condición de otrora se ha convertido en una realidad diametralmente opuesta.

 

A esta nueva situación no ha sido ajena la politización de la carrera judicial. Del mismo modo que ha influido la desmitificación de quienes, en definitiva, son funcionarios públicos cuya excelencia se les supone pero cuya categoría debe sustentarse en el trabajo diario. La creciente falta de independencia de la magistratura está en la base del problema. De ahí al descrédito de su probidad, un paso. Las asociaciones judiciales contribuyen en gran medida a hacer de las resoluciones de sus miembros un compendio de oscuridades. Non liquest, reza el brocardo romano. No está claro, se traduce al castellano. Las sentencias de instancia son rebatidas por las de los tribunales superiores en una proporción escandalosa. Ello, sin contar con la irrazonabilidad de muchos fallos nunca recurridos. O sin computar los defectos que acompañan, en no pocas oportunidades, al proceso.

 

Matar a Montesquieu es el síndrome de la pérdida de influencia de los jueces. La separación de poderes que preconizaba el ilustrado francés se ha convertido en piltrafa teorética. Nadie cree en esa doctrina vivificadora porque demasiada vida pone de relieve la poca sangre de un sistema que bascula todo su peso por la vertiente del Ejecutivo. La justicia ya no es poder. Su influencia encuentra la oposición de los damnificados por ella. Su imparcialidad raya la subjetividad y la proscrita arbitrariedad de sus decisiones toma impulso en cuanto se monta en el yate del oficialismo político.

 

“Yo lo sabía”, dijo la juez Murillo en el transcurso de un juicio contra Otegui que ella presidía. El delincuente batasuno se había negado a declarar. Era, es, su derecho. Quien carecía de ese derecho era la señora juez. Sus palabras fundían lo connotativo con lo denotativo. Interesaban una cierta preconcepción de los hechos y un manifiesto prejuicio del acusado. En consecuencia, y en aras al respeto a un proceso con todas las garantías, el Tribunal Supremo ha anulado el juicio y ha ordenado a la Audiencia Nacional que celebre una nueva vista con otro tribunal. Lo cual celebro.

 

Son las formas, señora Murillo. Es el respeto, juez Murillo. Es el saber estar, doña Ángeles. Si Otegui no estuviera encarcelado por otra asunto penal, a estas horas podría estar en la calle. Los etarras también son ciudadanos. Ellos, al igual que muchos delincuentes -comunes y de frac-, utilizan los medios de defensa que consideran apropiados para su particular provecho. Los jueces deben estar al loro para no picar el anzuelo de los golfos.

 

Desde José Antonio Alonso, portavoz del Psoe en el Congreso, a Baltasar Garzón, excongresista efímero del mismo partido, hasta un sinfín de jueces en activo o en excedencia, echan leña al fuego de la sospecha. Uno solicitaría amparo si, por azares de la vida, tuviera que afrontar un litigio ante uno de estos políticos que vistieron toga. Me fiaría de su intervención como de una víbora. Deploro estas acciones que afean la función jurisdiccional y sirven de catapulta a la excarcelación de asesinos. Sin embargo, prefiero un proceso con garantías, que prestigia al Estado de derecho, a un proceso maleado, que hunde al derecho y al Estado.

 

Jueces imparciales. No partidarios. No quiero jueces así. No. Cabales.

 

Un saludo.

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