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Francisco Velasco. Abogado e historiador

ESCRITO EN LAS ESTRELLAS

De niño, escuché a mi abuelo decir: “no trates de ver más allá de tu horizonte; eso es trabajo de Dios”. Lo entendí a medias. Mi abuelo trataba de explicarme cuán limitadas son las facultades de las personas. No tenía estudios el hombre, pero su cultura se había ahormado en el yunque de una vida dura, muy dura.

 

Las callosidades del destino se reflejan en el alma. Las del trabajo rudo, en las manos se descubren. Las de una vida de renuncias, en la memoria quedan. Las estrellas dirigen tu camino y a uno sólo resta oponer a la senda predeterminada su voluntad de cambio. Por un tiempo. Al final, todo vuelve a su cauce. Nada se resiste a los astros. Siempre el sol fue adorado porque, en su ausencia, la vida no es posible.

 

En la calle donde nací, la vida discurría alrededor de los adoquines de la calzada desnuda de tráfico. El griterío de algunos chiquillos daba vida al silencio campesino de aquellos años cincuenta de la Huelva sometida de entonces. En verano, ni siquiera eso. La solajera retenía a todos en el interior de las humildes viviendas. Nadie tenía, entonces, televisión. La lectura no era hábito. La radio desgranaba canciones insípidas. La tarde se hacía eterna. Mi hermano Jose y yo  leíamos los "Dicen..." atrasados que nos dejaba Baldomero, un culé de pro cuyo hijo, Enrique, había emigrado, muy joven, a Barcelona y, desde allí, remitía a su padre el único patrimonio que podía reunir: la prensa deportiva.

 

La llegada del crepúsculo anunciaba movimientos liberadores. Las madres buscaban el fresco del anochecer y la compañía de los vecinas que celebraban espesas asambleas a la puerta de las casas. Los padres se reunían en la taberna de la esquina de abajo. A veces, se sentaban en el umbral del portal escuchando la cháchara interminable de las mujeres o viendo las correrías de los chiquillos. Esas horas era mágicas en un escenario de ensueño que coronaban las paredes arcillosas del cabezo con sus cuevas misteriosas.

 

Aquellos momentos eran especiales. La noche hacía revivir las energías apagadas por el calor de unos días de fuego volcánico. Recuerdo mis juegos con mi hermano segundo y los amigos de la vecindad familiar.  Los dos pequeños de la casa apenas podían escabullirse de los brazos de la mamá o de la mirada severa del padre. No había peligro pero todos preferíamos el control para los benjamines. La calle era, entonces, una corrala exterior. No circulaba un solo coche. A veces, el padre de Miguelín sacaba a la calle el imponente Seat negro, tipo taxi, que el jefe tenía siempre guardado en el garaje cercano. El coche nos deslumbraba un rato y nos molestaba casi siempre. Un coche en una pequeña población horizontal donde nadie podía permitirse el lujo de comprar, siquiera, un ambicionado televisor en blanco y negro.

 

Blanco y negro. Las estrellas dibujan en blanco y negro. El blanco de su brillo se realza en el negro de la noche. Op art. Arte óptico natural antes de que se descubriera allá por 1964. Los chiquillos éramos artistas del movimiento. Nos frotábamos los ojos para desvirtuar la escena estelar y creíamos ver tres dimensiones en aquella infinita cubierta del cielo. Las estrellas miraban a aquella gente. Las penurias de entonces se resolvieron. Algunos de los que apreciábamos la magia de las noches y la hermandad de los días, murieron. Otros luchan contra la enfermedad que no repara en yerros. Los chavalines somos casi sesentones apuntados al carro de la jubilación pendiente. Estaba escrito. Nuestro sendero había sido hollado por cientos de generaciones anteriores. A nosotros nos tocaba retocar el pavimento e incorporar nuevos materiales. Más allá, no. Nuestra rebeldía hace cosquillas a las constelaciones.

 

Lo decía el abuelo. Deja a Dios hacer su trabajo. Tú, limítate a forjar tu vida. Poco a poco. Es inútil que tu mente quiera caminar delante de tus pasos. Nos ha tocado. Los padres son los padres, como los hermanos nos vienen dados y los hijos los encontramos en nuestro deseo. A todos se quieren. Pero unos son más que otros. Unos nos dejan más solos que otros. Unos son más egoístas que otros. Otros son más. Todos, sin embargo, quieren lo mismo. Lo bueno, para mí. Lo malo para ti.

 

Lo dicho. Está escrito. Las estrellas lo avisan.

 

Un saludo.

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