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Francisco Velasco. Abogado e historiador

LA ROJIGUALDA

La filia democrática de algunos dirigentes nacionalistas vascos y catalanes nada tiene que ver con la idea ateniense del demos. Nada. Charnegos y maketos sólo son ciudadanos en cuanto depositadores de votos. En los períodos interelectorales, son quasi ilotas a los que se utiliza para trabajar la tierra o arrancar a la mina sus frutos o servir de mano de obra dócil en la hostelería.

 

Patxi resiste, a duras penas, los efectos del síndrome de Estocolmo. Pero resiste. Montilla, no. El andaluz sufre las consecuencias perversas del influjo del secuestrador y los padecimientos morales del judeoconverso. La fuerza de la raza aplasta a la raza de los fuertes. El poder del entorno se impone a la autoridad del pueblo. La ikurriña y la senyera ondean por encima de la bandera del Estado. La rojigualda se abandera en el precipicio de los recuerdos fascistas del franquismo.

 

No hay banderas en la España constitucional que superen el enarbolamiento independentista de las enseñas catalanas y vascas. Ni en el campo del club de fútbol “Español” de Barcelona se permite que la rojigualda recuerde que aquel estadio y aquel territorio forman parte de la Nación española.

 

Que la bandera es un símbolo sin importancia, no se discute cuando quienes reclaman su exhibición son españoles de Extremadura o de León. La importancia del símbolo es incontestable si las banderas preponderantes representan el nacionalismo que lideran Urkullu y Mas. Una, no. Otras, sí. Fascista la primera. Democráticas, las segundas. El demos sí discrimina. Cuando el pueblo soberano se abraza al miedo, proporciona coartada al lobo dictatorial para arrebatar a la ciudadanía la libertad que nace de su condición de iguales.


Algunos politicastros demagogos de Cataluña y del País Vasco quieren hacerse perdonar su ociosidad profesional. Otros se escudan en la coraza xenófoba para justificar su origen. Entre todos fingen defender el terruño y amparar a su gente. Mentira. Como los ilotas, nunca serán manumitidos si, en lugar de reclamar el imperio de la ley, se arrojan en los brazos de la lisonja de los patricios.

 

Si la selección española de fútbol gana, mañana, el campeonato del mundo de naciones, la bandera del Estado español lucirá incluso en feudos separatistas. Se la llamará “la roja” para, en la estupidez de los totalitarios que se dicen de izquierda, invocar el llamado de la progresía. Mas si el equipo español pierde, entonces, no se hablará de la roja, sino de la rojigualda, y ésta será un trapo (drapeau) y no una insignia.

 

Es el sino de la inconsistenca, de la flacidez, de la condición más amorfa de algunos seres humanos. Antes, hoy y siempre, mientras la Constitución sea nuestra carta Magna, la bandera española nos acoge a todos, tanto a los que de fuera se establecieron como a los que aquí nacimos. Es la rojigualda. Rojigualda.

 

Un saludo.

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