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Francisco Velasco. Abogado e historiador

LA IRA DE LAS UVAS

Antipatriotas. Así descalificaba Zapatero, el pequeño presidente pequeño, a quienes disentían de su versión manipuladora del estado real de la economía española. Antipatriotas. Nos ofendía a diestro y a siniestro, sin distinción de edad, sexo o argumentos. El patriotismo es patrimonio de Zapatero. Y de los suyos. Los demás, reos de traición a la patria. Por el mero hecho de discrepar, no crean. Como durante el franquismo. Como ahora en Cuba o en Venezuela. Pensamiento único. Uvas.


Aznar no nos llevó a Irak. Zapatero, que sí, mientras su coro sobredimensionaba el eco. El PSOE nos condujo a la guerra de Afganistán. Zapatero, que legal, en tanto sus secuaces mediáticos subían la voz del líder. Acaudilla Zapatero la España cañí que se viste de amor patrio a medida que rae las costuras autonómicas. Cataluña se rige por un Estatut separatista y Zapatero, que muy bien. ETA se envuelve en el paño mojado de la negociación y Txutxito alaba la técnica de la ventana abierta cuando la puerta se cierra. Por medio, miles de víctimas. Ira.


John Steinbeck escribió en 1939 “Las uvas de la ira”, crónica de la eterna lucha de los pobres contra los abusos de los poderosos. Crueldad frente a desamparo. Las secuelas de la Gran Depresión eran notorias en aquel Estados Unidos que se preparaba para la segunda guerra mundial. El capitalismo más feroz no se detenía ante los efectos devastadores de la gran crisis sobre millones de familias. La máquina de la guerra generaba riquezas. Nada se regulaba contra la frenética actividad económica de aquellos años. Los pobres padecieron en sus carnes la dureza del rebrote financiero que se apoyaba en una economía que miraba a la Europa bélica. Especialmente, los granjeros. Los campesinos. Expulsados de sus propiedades por no pagar las hipotecas, muchos de ellos emprendieron un éxodo hacia el espacio infinito de una tierra muy dura que desembocaba en la dulce pero lejana California. Abuelos, niños y mujeres, los más desvalidos, hallaron la muerte en esa caravana que huía del hambre para caer en la pesadilla del no retorno. No hallaron el puesto de trabajo ansiado. Uvas e ira.


Aquellos inmigrantes en su propia patria recorrieron el mismo camino de desprecio de los inmigrantes de territorios extraños. El hambre arrastra al egoísmo más atroz. Sentirse extranjero en el propio país resulta más lacerante que verse distinto en el marco de otras fronteras. La vida pide paso a menor ritmo que la supervivencia. Agitar o morir. Solidaridad de lo oprimidos u opresión de los insolidarios. Cinco millones de personas no encuentran trabajo en la España de 2010. Un millón de mujeres y hombres pisan el umbral de la pobreza. Cientos de miles de jubilados ven en peligro las pensiones por las que pelearon toda su vida laboral. Nascituri mueren sin derecho a la defensa de su vida porque se hace del aborto casi indiscriminado un derecho. Se recortan derechos y se matan libertades. En la mesa económica de los más depauperados, escasean los alimentos. La sociedad se polariza en colores rabiosamente clasistas a la par que los cromatismos intermedios aparecen desvaídos. Ira y uvas.


No se vislumbra un cambio de rumbo. Algunos se fijan en los vaivenes de la Bolsa. Otros se aferran al salario fijo de un trabajo permanente. Los menos hacen ostentación de sus riquezas. ¿Y los líderes? Los socialistas pacen entre las hierbas del poder. Los sindicales se mecen entre las cunas del Gobierno. ¿Y la solidaridad? Palabra. ¿Y la igualdad? Mito. ¿Y la libertad? No, sin la anterior. ¿Entonces? Rebelión. Pacífica pero contundente. ¿Es posible? Lo es. La patria comienza en el territorio soberano del cuerpo de cada persona. Las uvas de la ira.


El vino no es el remedio. Ni la droga. Ni el engaño de los medios. La solución es nuestro patriotismo corpóreo. No hay más.


Un saludo.

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