CON TRATOS DE DISPUTACIÓN
En otro tiempo, con las monarquías autoritarias y absolutas, los contratos celebrados por la Corona con particulares se regían por la necesidad ineludible de garantizar la seguridad jurídica. En este sentido hay que situar las Capitulaciones de Santa Fe suscritas por los Reyes Católicos con Cristóbal Colón antes de su primer viaje a América. En el siglo XIX, las ideas liberales introdujeron algunos cambios en materia de contrato, como por ejemplo el que firmaba el Estado con alguna compañía ferroviaria. En el caso de los ferrocarriles españoles, el contrato servía para realizar la política de nacionalización y privatización posterior de los bienes nacionales que se devuelven al mercado a través de ventas públicas masivas. En la actualidad se sigue la vía liberal de adelgazamiento de las Administraciones Públicas en tanto éstas rechazan prestar determinados servicios que puedean ser desempeñados por personas privadas. Este adelgazamiento ha debido ir acompañado de una disminución proporcional del funcionariado afecto a tales funciones. Y sin embargo no ha sido así.
La promulgación en 1995 de la Ley de Contratos pretendió un objetivo cercano que salpicaba de corrupciones a más de un político de la hégira socialista. Se trataba de frenar la contratación directa y abortar la proliferación de mangoneos. Pero la propia ley elaboraba su propia trampa. ¿Y por qué? Porque lejos de coger el toro por los cuernos (erradicar la corrupción y procurar un marco de transparencia), la Ley abrió una serie de grietas entre las que se escapaban los manejos de tantos pícaros que en el mundo son. Por ejemplo, la Ley es de aplicación plena, pero también parcial, mínima e incluso simulada y diferida. Pero lo peor es que fuera de esta Ley se ha quedado el denominado contrato patrimonial que incluye, entre otros negocios, el del arrendamiento (¿verdad, Petronila) de bienes inmuebles. ¿Cómo se regula, entonces, este negocio jurídico del arrendamiento? Se remite a la legislación patrimonial de las Administraciones Públicas, fórmula legislativa manifiestamente degenerada en cuanto permite la contratación directa prescindiendo de la subasta pública siempre que el contrato sea de importe inferior a seis millones de euros (mil millones de pesetas). ¡Qué oportunidad -¿o no era sino una argucia?- se perdió para encauzar en la transparencia a la propia ley del Patrimonio del Estado!
Con todo, y pese a lo expuesto, todo contrato firmado por una Administración Pública (por ejemplo, la Diputación de Huelva) y un particular (la persona que arrendó el palacete de la Plaza de las Monjas) se ha de regir por el art. 1.261 del Código Civil que establece como requisitos la existencia de consentimiento (al parecer, resulta obvio porque ninguna de las partes se ha quejado; por el contrario, han manifestado su matrimonio en silencio cómplice), de objeto cierto (parece que lo hay por más que se sospeche, dado el mutismo oficial, que se haya podido violar la prohibición de fraccionamiento del objeto de este contrato), de causa (aquí ya mis dudas son más palpitantes porque tengo la casi certeza de que el arriendo del palacete no es necesario para fines de servicio público y que de esta manera se recoja en el expediente, en el que se ha de explicitar los motivos de su mejor calidad, de su mayor economía o de la adecuación de plazos) y de precio (se entiende el más adecuado al mercado, lo cual, de nuevo, nos lleva a la sospecha de la corrupción en tanto la opacidad ha presidido el proceso).
Más preguntas planean sobre el negocio contractual del palacete de Petronila. Por ejemplo: ¿Qué posición ha adoptado en torno al palacete la Intervención administrativa de la Diputación, en cuanto a posibles discrepancias sobre gastos u ordenación de pagos, sobre presuntas irregularidades en la documentación justificativa, acerca de posibles omisiones de requisitos o trámites esenciales, etc.? La legislación prescribe que la falta de habilitaciones previas provoca, en principio, incluso su nulidad de pleno derecho. ¿Y qué ocurre con el contratista, el arrendador, cuya figura ha suscitado ciertas controversias en algunos medios de comunicación? Así, me planteo cuestiones diversas enumeradas en algunas de las prohibiciones de contratar que se enuncian en el art. 20 de la Ley de Contratos: si está incurso en condena firme por delitos como el de falsedad, de información privilegiada, etc., o si su empresa ha sido declarada en quiebra o figuras análogas (concurso de acreedores), o si ha sido declarado culpable por la resolución firme de cualquier contrato celebrado con alguna Administración, o si ha sido condenado, en firme, por delito contra la seguridad en el trabajo, o si está al corriente de cumplimiento con Hacienda o con la Seguridad Social,... Y, en definitiva, ¿se ha preocupado la Diputación, con la diligencia exigible, de cerciorarse de que el contratista no ha incurrido en prohibición alguna requiriendo el correspondiente testimonio judicial o la pertinente certificación administrativa? Por último, por ahora porque el tema colea, ¿se ha acreditado la solvencia económica, financiera y técnica o profesional que se precisa para celebrar contratos?
Demasiadas preguntas para tanta parálisis labial. Pero, señora presidente, señores dirigentes del Partido Socialista, hay silencios que matan. Espero que no a mí, que hablo con toda la claridad que puedo. ¿O también por eso?
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