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Francisco Velasco. Abogado e historiador

LA DICTADURA DEMOCRÁTICA

 

            Decía Orwell que no se establece una dictadura para salvaguardar una revolución, sino que se hace la revolución para establecer una dictadura.

 

            La admiración del fallecido Chávez por el modelo revolucionario de Cuba pasaba por el ojo de aguja de la perpetuidad en el poder. Este deseo de mando vitalicio es incompatible con la esencia de la democracia que requiere pluralidad y alternancia. El pensamiento único es la negación de los derechos y la privación de las libertades.

 

            Son muchos quienes consideran que las democracias occidentales de nuestros días encierran dictaduras económicas sostenidas y apoyadas por los poderes fácticos que, en definitiva, son los dueños de los gobiernos marionetas. Hay razones más que fundadas para pensar esto. Razones que, sin embargo, no empañan la noble tarea de disfrutar de unos márgenes de derechos fundamentales que permiten a los ciudadanos disfrutar de ilusiones imposibles de albergar en los gulags antidemocráticos. El pueblo pinta poco pero lo suficiente para derribar ejecutivos y poner en un brete a los defensores de la corrupta continuidad del sistema.

 

El sistema puede verse alterado, sin embargo, cuando en momentos de debilidad institucional y de recesión económica, el río revuelto ampara la eclosión de movimientos capaces de aprovechar el señuelo electoral para convertir la democracia escaparate en un fortín de la dictadura con trastienda. Las democracias que se dicen asamblearias no son sino manifestaciones venenosas de un régimen que proclama la voluntad soberana del pueblo para cortar las lenguas y las manos de ese pueblo confiado. El caramelito del referéndum contiene sustancias tóxicas. Sustancias que crean adicción. Al final,  o pagas o robas o pasas el mono. Demasiado el precio.

 

El derecho a decidir es un cuento chino de dictadores que exhiben su carnet de demócratas. Las consultas sobre el soberanismo son el umbral al soberanismo sin consultas. Los refrendos populares deben tener cabida en la Constitución. En caso contrario, se convierten en armas arrojadizas de los antidemócratas de toda la vida contra los dictadores de las democracias legales.

 

Extrapolado al terreno de la religión o de la fe, la Constitución es el libro sagrado laico de los creyentes de todo signo. Si no existe esa Constitución, los orfebres del terrorismo se hacen los dueños del cortijo.

 

Hay que elegir, entre lo malo y lo pésimo.

 

Un saludo.

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