JOYAS NO LUCIDAS
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Conversaba el pasado sábado en la cafetería habitual. Sobre la mesa, tres cafés. Un tema recurrente: la historia y el derecho.
En el meollo de la cuestión, el independentismo. La lengua como fuerza y la lengua como pieza de valor incalculable.
En las escuelas de toda España, el catalán debiera gozar de horas obligatorias, dije. Silencio y confusión entre mis interlocutores. Sacudida la sorpresa inicial, las réplicas. Todo entiendo y procuro comprender los argumentos todos. Me siento español por los cuatro costados y disfruto el castellano como lengua oficial del Estado. Sin embargo, las joyas lingüísticas que nuestro país atesora no pueden guardarse en el arcón de los prejuicios ni en la soledad de las leyes. Siempre quise aprender catalán. Cualquier lengua enriquece el conocimiento y agrega colores a la sabiduría de lo general porque aporta nutrientes especiales a la comprensión del mundo.
Ningún ciudadano de España puede felicitarse por ello si desconoce la mentalidad burguesa de uno de sus territorios o su arte singular o la idiosincrasia de su gente o la voluntad de mestizaje de su población o su lengua vernácula. Quien es dueño de varias joyas, por qué va a lucir siempre la misma. Por qué se critica hasta la censura que otros conciudadanos saquen a pasear la joya secundaria frente a la esplendorosa y espectacular.
En las escuelas, insisto, en las escuelas, el castellano vehicula el aprendizaje de los chavales. Pero si se enseña el inglés, cómo es posible que, al tiempo, porque son compatibles, no se active el aprendizaje del catalán. La vida sería más sencilla y productiva si en vez de restar, sumáramos. Tantos rótulos de centros bilingües como signos de identidad progresista y, sin embargo, se relega el catalán a las fronteras geográficas de un territorio.
Servidor se postuló siempre en este camino. Si “lingua imperium est”, qué nos impide tocar el cielo de la ambición legítima al leer, escribir y dialogar en castellano y catalán. O en otras. Abrir las mentes no es rajar las cabezas. Jibarizar la cultura sí es síndrome de la chusquería nacional que nos rompe los dientes y nos ataca el estómago.
Un anillo, bien. Dos, mejor. Tres, ni te digo. Cuantos más, mejor. Anillos de integración, que no círculos de rompimiento. Y no de gloria, precisamente.
Un saludo.
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