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Francisco Velasco. Abogado e historiador

AL FINAL DEL OKUPA, EL OKUPA

 
 

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Comentaba días atrás con  mi mujer, mientras disfrutábamos del café mediamañanero de todos los días, lo difícil que resulta hacerse entender cuando emisores y receptores utilizamos distintos canales o cuando la comunicación interpersonal es, en realidad, un soliloquio deformante con las paredes de tu propio interlocutor. Nada que hacer si no encendemos nuestra radiofrecuencia o si cambiamos constantemente de sintonía en un alarde paranoico de zapping auditivo.
 
En el mundo de las imágenes, de las redes sociales, de los efímeros trending topics y de las banalidades más glamourosas, no escuchamos ni leemos ni sentimos más allá de nuestra propia inconsistencia moral. Ventilamos los problemas con la ansiedad con que el enterrado vivo se apresta a salir de su túmulo fallido. No hay asiento para la reflexión sesuda o para el análisis sereno. La ética se escurre por el alcantarillado de las cajas tontas de plasma y alta definición. Es imposible mantener un  mensaje de esperanza fuera de los cauces señalados por las más burdas formas televisivas. Griterío, descortesía, ofensas, ultrajes y otras despreciables fórmulas de expresión se imponen. Fuera de ellas, todo es desafuero y la sangre no circula. Lastimoso.
 
Leía días atrás la noticia de que un okupa había requerido la intervención de la policía para que la fuerza pública desalojara de inmediato, por las buenas o por las malas, a un indigente que, a su vez, había okupado la vivienda. Sólo quería guarecerme del frio y de la lluvia, se excusaba el poseedor ocasional ante la insensible acusación del coyuntural detentador de la casa. A la calle, exigía el primero, escandalizado por la poca vergüenza del mendigo que se atrevía a entrar en sus lares. Cuál fuera la respuesta de la policía se me escapa porque la noticia se reducía a la anécdota del hecho.
 
Ocurre lo mismo con quienes esgrimen la necesidad de una democracia real. Qué democracia es esa. La democracia carece de adjetivos. Se predica con verbos. Con adjetivos, no. La muerte es la ausencia de vida. Otra cosa es que nos llegue súbita, dulce, dolorosa o prolongada. El embarazo mantiene su nombre hasta que se produce el parto. La democracia es un sistema que funciona mejor o peor, de manera vergonzante o con estigmas dictatoriales. Su esencia se ciñe a la teoría. Su existencia comulga con la práctica. Si es un disfraz, no oculta la dictadura del cuerpo.
 
La vida de la democracia se agota en su praxis. Ya sea en el núcleo familiar, ya en la comunidad de vecinos, en la asamblea del barrio o en el territorio de la aldea más despoblada. En todos sus ámbitos de aplicación, la democracia es la misma. Lo que no quiere decir que las personas no intentemos exigir actitudes y aptitudes democráticas allí donde no se perjudiquen nuestros intereses particulares. No conozco colectivo alguno en el que los más furibundos defensores de la democracia se salten las reglas del juego si tienen que pagar una nueva derrama, si hay que colocar una rampa para el minusválido del primero o negarse a abonar los gastos del ascensor porque habita la planta baja.
 
A la postre estos demócratas de juerga y de huelga se reúnen en la puerta del sol o en la plaza del pueblo exhibiendo banderas y pancartas en las que reclaman democracia ya. Son, en suma, como el okupa que se niega a compartir techo con otro de su condición. Es el egoísmo en clave de penosa insolidaridad. Es el comunista que colectiviza todos los bienes que él no posee y rechaza que su motocicleta entre a formar parte del lote de la comunidad. Porque es suya, oiga, porque es suya.
 
Malditas sean la falta de coherencia y la pérdida de humanidad de nuestros días. Malditas.
 
Un saludo.

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