EL TURISTA
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Ann Tyler escribió una novela, magistralmente llevada a la pantalla con el título de “El turista accidental”. El escritor que escribía guías para turistas nunca vio en su vida de abatimiento las riquezas que su alrededor le iba a deparar. El turismo es un IVA de nuestro sino, una inversión en valores humanos globales, una cosecha de vivencias espirituales que trascienden el ámbito de la economía.
Digo esto a expensas de la declaración del señor Soria, ministro de Industria, Energía y Turismo a través de la cual recomienda acotar la práctica turística a los límites territoriales de España. Uno entiende la postura del gobernante, cómo no, en el marco de la debilidad de nuestra economía. Agrega el canario que la oferta es tan rica que a ella se acogen millones de extranjeros. Cierto. Muy cierto. Salvada la casuística, este articulista discrepa del mensaje y aboga por el ejercicio de turismo internacional.
Es indudable que nuestro país atesora una riqueza cultural, gastronómica, o de esparcimiento en general, a la altura de cualquier territorio del mundo. Por encima del sol y del agua, España es un mundo por descubrir para los propios españoles. Sin embargo, aparte del paisaje, está el paisanaje. Si falta el elemento humano, los pueblos y ciudades de indudable atractivo artístico o histórico están pero no son. Años atrás viajé por algunos pueblos de la geografía española y, contra el sentir generalizado de sus visitantes, solía discrepar porque los resituaba en el ámbito de los “pueblos de El Corte Inglés” o de Disneylandia. Localidades hermosas portadoras de una fachada de siglos pasados, mas vacías por dentro. Y ello por la sencilla razón de que paseabas sus calles sin tropezarte con un solo lugareño dedicado a sus actividades tradicionales.
Lugareños. Habitantes. Vecinos. Indígenas. Actividad normalizada. La ausencia del factor humano empobrece el viaje hasta extremos miserables. Ya me ocurrió en un renombrado pueblo de las Alpujarras o en una localidad de Segovia. Escenario tan idílico y bucólico como distópico. La distopía era resultado de una sociedad ficticia. Algo similar me ha ocurrido en Brujas. La oleada turística en busca de un hermosísimo paisaje urbano del Diecisiete no halla su correspondencia en la humanidad de sus habitantes. Hay tenderos, camareros, tripulantes de barcas a motor, vendedores de encajes y profiteroles. Para atender a miles de turistas cada día. Y así. Por el contrario, Amsterdam es una explosión de cotidianeidad que, no obstante, asocia el negocio con la vida en la calle, en los cafés o en los establecimientos que todos conocemos. El tiempo húmedo nada puede contra las ganas de vivir. Los turistas se entremezclan sin tapujos con los nativos. Y se aprende la cultura del ser humano, la mentalidad de los pueblos, la tolerancia en los usos del lenguaje, el aprendizaje de idiomas, el cosmopolitismo en suma. Se aprende sin estudiar. Basta patear, preguntar, charlar y poco más.
La aldea global de nuestro planeta no lo es tanto si la realidad es secuestrada por la virtualidad. Nada tiene que envidiar España a otros países en materia de realidad social, económica o de cualquier tipo. En cambio, sí tenemos mucho que aprender de ciudadanos que habitan regiones lejanas y acostumbran usos bien diferentes.
Por eso, señor Soria, aunque fomentemos el turismo patrio, tratemos de asomarnos a la vida de nuestros vecinos. Y no sólo europeos. Es mi recomendación personal. Aunque sea una vez en la vida.
Un saludo.
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