ERASMISTAS Y ERASMUSISTAS
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Si tengo un humanista de cabecera, se llama Erasmo. Nació en Rotterdam, en la clase baja de los Países Bajos. Tiene su matiz lo de baja y Bajos. Basta con que se adentren en las circunstancias de su gestación y de su nacimiento. Su “Elogio de la Locura”, en realidad “Elogio de la estulticia”, es una obra de arte de la literatura.
Del nombre del genial holandés se apropian las becas Erasmus. Juegan con las palabras hasta construir un acrónimo. European Region Action Scheme for the Mobility Students. Plan de Acción de la Comunidad Europea para la Movilidad de Estudiantes Universitarios. Erasmo estaría satisfecho de la comparativa nominalista pero tronaría por la calidad de esos estudios. Incluso podría llorar amargamente por el espíritu turístico que, en tantos casos, anima a miles de jóvenes a solicitar las dichosa becas.
El señor Wert, ministro de Educación, asoma su vena de sociólogo. Si no se le marca estrechamente, te dribla con unas estadísticas extraídas de su profesión. España es, nos revela, el país más solicitado por los estudiantes del viejo continente y el Estado que más universitarios envía a los países de la UE. Dos de mis hijos realizaron estudios de Giurisprudenza en las universidades de Ferrara y de Trento. En ambas, el nivel era medio alto para los nativos de Italia. A los erasmusistas le ponían las cosas más fáciles. Como son extranjeros... El terreno que piso es deslizante y me puedo dar un batacazo de dos pares, pero me arriesgaré.
Soy partidario de los intercambios estudiantiles universitarios. Decididamente. De lo que estoy en contra es de desprestigiar los estudios y de minorar la importancia de los centros superiores. Aquellos estudiantes que se beneficien de la ayuda económica prestada por los ministerios deberán hacerse merecedores de las mismas. No puede ser, ni debe ser, que los criterios universitarios se subordinen a aspectos no esenciales de lo que es la institución. Del mismo modo que el monto de las ayudas ha de ser lo bastante importante como para no esquilmar las arcas, ya vacías, de las familias que hipotecan sus bienes o merman sus ingresos para que los niños conozcan Italia, Francia o la Gran Bretaña. Si no se premia el valor del esfuerzo y todo se reduce a la idea del viaje, la política de café para todos pone de relieve, una vez más, que la democracia se traviste de demagogia y que la enseñanza es la pobre de la casa aunque calce los zapatos de cristal de las princesitas.
Uno se pregunta cuántos de los “erasmusistas” españoles han regresado a casa dominando, después de todo un año de permanencia, la lengua de Dante, de Shakespeare o de Molière, por citar algunos de los países más apetecidos. La respuesta es muy pocos. Y cuántos entre ellos pueden asegurar que los conocimientos específicos adquiridos en las universidades extranjeras se nivelan con los que ya portaban desde sus universidades de origen. Escasos. Si las cosas están así, habrá que redireccionar esta política. Para viajes baratos, los del Imserso.
La inversión en temas educativas exige un rendimiento apropiado. Si no, de qué. De qué nos sirve disfrutar de tantas facultades si las capacidades que debieran subseguirse se aproximan a grados preuniversitarios o de módulos superiores de la Formación Profesional. La enseñanza superior cuesta mucho dinero. Bien gastado sea si se traduce en rendimientos de excelencia. Para mediocridad, ya tenemos bastantes ejemplos en territorio nacional y en ámbito europeo.
Erasmus, sí, con requisitos y méritos. Erasmo, por supuesto, con prevenciones religiosas e ideológicas. A tenor de lo visto, me quedo con el de Rotterdam. Salvo que se dé un giro radical a las bequitas.
Un saludo.
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