EL DIEZMO
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Evangelio de Mateo: “¡ay de vosotros, escribas, fariseos, hipócritas! Porque diezmáis la menta, el eneldo y el comino, pero dejáis lo más importante de la ley: la justicia, la misericordia y la fe”. Jesucristo enfocó el diezmo como sembrar, más allá de dar y recibir. En cualquier caso, el diezmo se esencia de tributo. Un impuesto del diez por ciento sobre el valor de ciertas mercancías.
Pues muy bien. El señor obispo de Cádiz lanza un mensaje de solidaridad y pretende resucitar el diezmo. Si la Iglesia ayuda a los más desvalidos, la crisis ha multiplicado el número de necesitados. La idea podría ser aceptable. Sin embargo, me opongo a la misma. La Iglesia no puede suplantar las competencias del Estado. Al Estado corresponde paliar los efectos de la pobreza. Al Gobierno compete crear trabajo, generar riquezas y establecer impuestos.
Los ciudadanos estamos con la soga al cuello. Llueven los recortes. Nos acribillan a impuestos. La caridad es compañera de la justicia pero ésta no puede ser suplantada por la primera. De ocurrir ese relevo, el Estado del bienestar retrocedería a siglos de incuria y de miseria. En ese momento, la religión desplazaría definitivamente a la filantropía y la compasión se convertiría en un principio general de derecho. Antes que la limosna o la dádiva, es abrir las puertas para vivir sin recibirlas. El mendigo no lo es menos por lo que se le da, sino por la manera como se le da. Institucionalizar la mendicidad hace un flaco favor. El señor obispo puede pedir. Está en su derecho y acaso forme parte de sus obligaciones. Sin embargo, la sensibilidad del peticionario no ha de colocar a la sociedad en posición de piedades.
Los dones de la justicia superan los óbolos de la caridad. La justicia nos hace iguales. La caridad apalanca estratos de desigualdades indignas e indignantes. El problema del paro no se soluciona con diezmos. Medidas. Actitudes. Reglas. Respeto. Por arreglar un desperfecto no se derriba una pared. Mucho menos, un bloque de piso. En modo alguno, un status social, político y económico. La miopía nos impide ver la realidad del mundo desde distancias inconvenientes.
Ciertamente, no es justo que la avaricia de unos conduzca a otros muchos al abismo de la desesperación. La caridad amortiguaría los efectos de la caída por el precipicio, pero ni eliminaría el talud ni pondría punto final a los que se deslizan por la abrupta pendiente. El remedio pasa por la mejor distribución de la riqueza. Menos paternalismo y más fraternidad.
Más tributos, no, señor obispo. Y de decretarse, que sea el Estado. La Iglesia, no. Uno defiende la aconfesionalidad del Estado y reniega del laicismo deshumanizado de los gobiernos. Pero la Iglesia, en su sitio. Y ese sitio no pasa por crear una Hacienda paralela.
Justicia, sí. Caridad, las necesarias. Y puntuales.
Un saludo.
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