EL CACHÉ
A diferencia de su acepción primigenia, distinción o elegancia, hoy día el artisteo se cataloga en virtud de su cotización en programas ante el público. Las televisiones privadas carecen de finura y estilo y esta carencia acrece conforme cultivan el morbo social como modus vivendi. Me da igual la tele de Berlusconi que la de Lara, la del cinco que la del tres. En cuanto a la que fuera de Polanco y a la que manipula Roures, el caché se diluye entre los cuatro hongos de los seis políticos más infames de la izquierda burguesa. La una y la dos se suman a las autonómicas en bajarse al moro para buscar la droga más gubernamental.
El share manda y marca los tiempos. Da igual que la imagen repugne. Lo que importa es que la audiencia engorde. Los crímenes son el gran comedero de programas de ocio que hacen del suceso sangriento el descanso espiritual de sus productores. Nauseabunda la entrevista de Jordi González en “La Noria” de T-5 a la mamá de “El Cuco”. La señora ya tiene bastante con lo que es. No se puede esperar de semejante personaje alienación distinta a la que consume su humanidad marginal. Además, no va de otra cosa. Es y está y a cobrar. La disquisición ética recae sobre el conductor del espacio televisivo. El señor se postula como sello de una progresía social y la pantalla arroja la figura de un pillo de voz meliflua que vende bajezas a una multitud ansiosa de ruindades ajenas. A fin de no ver las propias, se consuelan con las vilezas del lumpen. Los mercaderes del templo vuelven a hacer su agosto entre las tripas de los más necesitados.
El caché de la mamá del delincuente subirá a poco que prometa decir tres ideas que silenció en el primer asalto. Y así sucesivamente. El señor Jordi González oficia de predicador pero sus ojos delatan su afán por rellenar la cartera y el cepillo. A su lado, dos o tres dizque periodistas de la nada que, lejos de informar formando, deforman engañando. Suelen ser primeros espadas de los medios zapateristas. El barroco vuelve a tomar cuerpo en las iglesias y en los camposantos, entre las ruinas del bombardeo rosa y a partir de los incendios provocados por sicarios de don Capone.
La niña Mariluz, la adolescente Marta, los chiquillos onubenses desaparecidos, todos ellos son tratados como mercancías narcóticas que despiertan neuronas de placer dormido, a sabiendas de que se habla de menores, de sentimientos profundos y de repugnantes mensajes cargados de malignidad. Nada comparable el asco que me producen los perpetradores de esta basura de programas con la doctrina socialista que dicen amparar. Constituyen el contrapunto de lo que quieren y de lo que no desean. Persiguen aparecer como padres de una moral de la redención y rechazan esa aparición si la redención no viene cargada de fajos de billetes.
Los que se lucran son los vicarios de los programas basura. Los delincuentes invitados o sus familiares sólo cobran una parte pequeñísima por prestarse a protagonizar la sesión doble diaria del escándalo. La proliferación de reality show trae causa de la generación de estiércol suficiente para los espectáculos de opinantes, debatientes y macarras calvos o de medio pelo que se erigen en héroes modernos de nuestros días. A mayor analfabetismo y vocerío, más alto el índice de atracción. En la economía de mercado, la ley de la oferta y de la demanda sigue bien vigente. La continuidad de estos espectáculos babosos depende, en exclusiva, de los ciudadanos que los sintonizan. Cuando se produce coincidencia de ideas y opiniones, adviene el éxito. Por mucho que, en público, todos nieguen la contemplación de la mugre.
Los telepredicadores hallan su asiento catedralicio en la televisión de los Jorge. Ambos tienen en común ciertos rasgos que les hacen triunfar en la sociedad actual. Sonrientes y beatíficos despachan vicios a precio de oro. Su caché se eleva hasta las calderas del infierno que, por arte de magia, ellos han situado donde antes se encontraba el cielo. Sin embargo, su distinción profesional y humana descansa en la paz del humus. Los pobres se creen ricos. Menos share y más respeto.
La presente es una sencilla crítica fruto de la libertad de expresión. En modo alguno, pretendo despreciar ni escupir ni perseguir a don Jordi y demás repartidores de carnets de demócratas.
Un saludo.
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