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Francisco Velasco. Abogado e historiador

CORROÍDOS

 
El desgaste lento de las cosas es la corrosión. Resultado de una persistente acción roedora que termina deformando el objeto o incluso destruyéndolo. El semblante también se corroe y la salud se arruina al compás de los efectos de las penas, de los odios, de las envidias o de los remordimientos. Un rosario de emociones, en fin, puede convertir a las personas en guiñapos irreconocibles hasta para la madre que las parió.

Decía Ortega que la novela picaresca es en su forma extrema una literatura corrosiva. El filósofo consideraba que este género novelesco sólo puede ser realista en cuanto a medida que leemos el libro, levantamos los ojos para contrastar lo leído con la realidad. Contrastada la verosimilitud, aseguraba, nos gozamos en la confirmación de su exactitud pues, al cabo, concluía, es arte de copia. El pícaro barroco era una suerte de gusarapo humano capaz de curarse al sol sobre un estercolero, perdonavidas de muchos amos y cronista subjetivo de una sociedad ridícula en la que los estamentos sociales mostraban sus interiores deshojados por la miseria, la vanidad, la intriga o la farsa. El pícaro actual participa de casi todos los rasgos de su precedente, ya cervantino, ya anónimo, ya de cualquier otro escritor. De casi todos. Los amos han cambiado. El estiércol que abonaba sus actos y hacía sobrevivir su esquelético cuerpo ha sido modificado.

El pícaro Mario presenta análogos rasgos al Guzmán de Alfarache. Sin embargo, el paisano de Juan Ramón no mira estamentos, sino clases; no analiza de abajo arriba sino que odia de arriba abajo; no dispensa favores a varios patronos; niega su condición ínfima. La movilidad social del nuevo pícaro se conduce por raíles de partido. De la misma forma que los antiguos botones de la banca escalaban categorías hasta alcanzar la caja. Acróbatas de la lisonja y forzados del maletín del poderoso, los marios de hoy corean insultos que la distinción del jefe rechazan emitir en público. Estrategas de una guerra cruenta por el control de los bajos fondos y de los altos copetes, estos muchachotes sin más oficio que la farándula de la política y sin otro beneficio que el que provee su docilidad, se entregan a la causa de la destrucción con la fiereza de quienes se juegan la vida. Porque se la juegan. De no cumplir aquello que propició su primer ascenso, la caída de estos dioses de barro sería inminente. El pícaro de ayer torna sicario de hoy.

Todos se montan en el tren desequilibrado de un pueblo que mira hacia todos los lados y no se asombra ante la erosión de la montaña enhiesta que días atrás referenciaba el paisaje ni del río hecho rambla donde aparcan los coches. Desorientados y estupefactos, los ciudadanos miran pero no ven. Ven pero no deslindan. Territorio ideal para los elementos que roen y corroen. Son los encargados de lanzar soflamas de descalificación a los adversarios de sus señores. Se acuña el término indignados y se transforma en 15-M. Se pide democracia real a la Oposición y no al Gobierno. Exigen menos recortes sociales a los herederos de la política de tierra quemada practicada por zapaterinos y rubalcabianos. Esperan al cuarto de hora siguiente a la victoria electoral de la derecha para imputar a ésta la existencia de cinco millones de parados. Organizan un pifostio a la señora Aguirre por un quítame allá unas horas lectivas y pasean su mansedumbre subvencionada ante la orgía de tijeretazos a los salarios de los funcionarios.

Estos pícaros no engañan para sobrevivir entre las capas de su pobreza. Mienten para ostentar el poder, mantener su influencia, conservar sus privilegios y mangonear los caudales públicos. Mientras esto sea posible, la paz callejera está garantizada. Tóquenles los “corrojones” y comprobarán de inmediato la brutalidad de sus cargas violentas. Corroídos. Corroídas. Lo malo es que nos carcomen, nos consumen y nos transmiten su repulsiva caries bucal y espiritual.
Eso es lo malo.

Un saludo.

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