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Francisco Velasco. Abogado e historiador

SUPRIMIR, REPRIMIR

 

Lo de cortar cabezas es un juego nacional. La guillotina de los revolucionarios franceses fue la materialización de una idea mucho más antigua que el acto de decapitar. Coronamos, primero. Cortamos las testas reinantes, después. A poco que se desmande el campeón de lo que sea, acuciamos al verdugo a que lustre el hacha y se gane el sueldo. A degüello. Separada del tronco la chola del efímero líder. No importó nunca la calidad de su sesera o la magnitud de caletre de su calabaza. Tampoco el patíbulo en el que colocó el esqueleto del magín. Lo interesante siempre fue, es, cortar cabezas.

 

En democracia como en la dictadura, en régimenes monárquicos como republicanos, las instituciones se suprimen con velocidad del rayo. Los gobernantes pueden morir en la cama o en el olvido de la ciudadanía. Antes se privó a sus cuerpos del testuz donde escondía su supuesto juicio. Las instituciones nacen para ser suprimidas y, una vez eliminadas, vuelven a convertirse en objeto de concupiscencia de los mismos que las enterraron. Deporte de ociosos. Hobby de inconsecuentes.

 

La nueva apuesta colectiva es quitarse de enmedio a las diputaciones provinciales. No sirven para nada, es el clamor extendido de los debeladores de aquellas antiguas juntas antinapoleónicas. Son la simiente de la corrupción política provincial y nido donde se crían asesores de la nada y retaguardias políticas terminales, aseveran con gran énfasis. Nadie se detiene a explicar la importancia de estas colectividades públicas. Bastaría decir que su buen gobierno conduciría a apreciar su papel. Claro que como son desgobernadas, la sinécdoque se apodera una vez más de la realidad y metemos en la bolsa de la basura toda la mugre que generan los irresponsables que, en nombre de la democracia, se ciscan en ella. Suprimir diputaciones, no. Descabezarlas de ineptos, vía legal, pues claro. Como se despioja una pelambrera que no conoce champú.

 

La diana se ha puesto ahora, en los dos últimos años, en las Autonomías. En estas organizaciones del Estado español se apostan las vanguardias de la democracia regional. Pequeños reinos taifas se han reproducido en lo que debieran ser reductos descentralizados que procuran la cercanía de la política a las necesidades del pueblo. Es verdad que gastan lo que no ingresan, que deben lo que no tienen, que son avisperos de conspiradores, que hacen de la justicia leña, que de la enseñanza, escarnio y de la sanidad, aspaviento. Todo eso es verdad. No obstante ello, la Autonomía es una instuitución democrática consagrada en el Título Octavo de nuestra sacrosanta Constitución. El remedio no es matar a la Constitución. La solución pasa por exigir, por conducto de la legalidad, que los presidentes de esas comunidades sean tales en vez de reyezuelos golfos que se intitulan emperadores del vellocino de su ambición.

 

Puestos a sacar los colores a las vergüenzas de nuestro Parlamento, prescindamos de las Cortes. Total, si se hallan secuestradas por los partidos. Ya está. Extirpemos a los partidos por más que la metástasis corroe las vísceras del cuerpo social. Tampoco estoy por la labor. Los partidos políticos son fundamentales en un sistema de fuerza soberana del pueblo. Sería más fácil que actuaran conforme a derecho y de acuerdo a la bondad de la soberanía nacional. Si, como a día de hoy, continúan siendo banderías mafiosas donde se quita y pone secretario general, habrá que poner a pelar las greñas pobladas de liendres de sus dirigentes. Los nefandos, a la calle. Los buenos, que se les haga sitio. Con esta manía exterminadora, mañana acabaremos volando la caja torácica territorial de la nación española. De ese modo, habremos hecho el trabajo sucio a los etarras y parásitos de la banda asesina. Asimismo, habremos picado el anzuelo de la izquierda de vodevil que representa como nadie el genio del sainete bufo que es Zapatero. Con lo fácil que es destituir, sin privarle de su testera, a los incompetentes que se colocan al frente de las instituciones.

 

Lo demás es alentar la represión. Reprimir, lectores, no es sino castigar desde el poder y con el uso de la violencia, el libre ejercicio de la libertad y de la igualdad que la adjetiva. Eso sería el suicidio de la democracia. El mismo pueblo firmaría el decreto de muerte de su soberanía como un Robespierre de vía estrecha que decide autosuicidarse. Para ese viaje, no hacen falta estas alforjas. Entreguemos el poder al Psoe per saecula saeculorum. Y ya está. Se acabó la democracia. Muera su dictadura.

 

Un saludo.

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