LA FÁBULA DEL CANI Y DEL CURI
Obras son amores, reza el proverbio. Se basa en la Biblia, pero el español le confiere un sentido peculiar. Las buenas razones no son sino excusas baratas que pronuncian el absentista, el demagogo, el falaz.
El breve exordio introduce la moraleja de un cuento fabulado que me contaron, días atrás, en León. Corría el mes de de enero de 1234. La nieve estaba haciendo estragos en la ciudad. El hambre se aparecía en cuerpo mortal para patear hacia el otro mundo a los que no tenían qué llevarse a la boca. Los niños y los ancianos se convirtieron en carne de cañón para la parca. La ciudad pasó momentos difíciles. Es entonces cuando se mide la calidad de las personas.
Un chaval de aspecto flaco, de lengua algo estropajosa, de mirada vivaz y ahormado en el puro nervio, invitaba a su hermano, un par de años mayor, a echarse a la calle y abandonar la casa de sus abuelos. El canijilla, como le conocían cariñosamente, se había sentido herido en su dignidad al ser reprendido de forma, en su opinión, injusta. Vámonos, curi, dijo con determinación a su hermano. Vámonos, que aquí no nos quieren. Ni cortos ni perezosos, se enfundaron los abrigos de ligero paño y, resueltos, se lanzaron a la calle. A los pocos metros, Sabino les pilló por la solapa y, con gestos que no dejaban lugar a la duda, los hizo regresar.
Sabino era un hombre enjuto, delgado, poca cosa físicamente, pero de una bondad extrema. Reconvenir a alguien le resultaba especialmente complejo. Una riña se convertía en un imposible en su boca. El cani y el curi adoraban a ese hombre. La soberbia que impulsó su rebeldía pudo, algunos minutos, con la veneración que le profesaban. Sin embargo, volvieron al redil de aquella casa humilde y ni un atisbo de rencor se percibió en aquellas miradas infantiles. El abuelo Sabino era el escudo contra el hambre física, pero sobre todo la protección que el alma buena brinda a los que, a veces, caen en el abismo de la muerte de los valores.
El invierno fue crudo. Muy crudo. León sobrevivió, a duras penas, a la feroz ofensiva de la falta de alimentos y de calor. El cani y el curi salieron indemnes de la mortandad. Sin embargo, aprendieron otra cosa más importante. El valor del cariño y la reciprocidad. No se trataba de reeditar el “do ut des”. En absoluto. No había más secreto que el del agradecimiento.
Los niños crecieron y la infancia cedió paso a la adolescencia. Entonces, la “pelona” vino a por Sabino. Durante esos años, la enfermedad se había cebado cruelmente con el hombre. Su resistencia llegó a su fin cuando ni cani ni curi habían cumplido diecinueve años. Ambos lloraron la muerte del abuelo, como si fuese su padre. El llanto era la materialización del amor por aquel vejete bondadoso y la impotencia ante la fuerza incontenible de la mujer de la guadaña. Antes, Curi y Cani habían dado pruebas sobradas de su dedicación hacia el abuelo. En los días más aciagos, en las noches más oscuras, en la situaciones más adversas, aquellos niños estuvieron siempre al pie del cañón, junto al lecho de enfermedad o acompañándole en su rutinario paseo diario. Nunca le fallaron. Era su abuelo. Le devolvían un poco de lo mucho que de él recibieron. La soberbia que mata al amor es una llaga purulenta que avisa de que amor nunca hubo.
El abuelo Sabino murió. Cani y Curi aprendieron de él tantas cosas. Entre ellas, que el hambre y el odio son malos compañeros de viaje. Que la generosidad y el perdón se cuecen en el caldo de la buena palabra y de la mejor acción. Que el arrepentimiento no se solventa con un abrazo. Que los amores son obras. Obras.
Algunos politiquillos acusan a Aznar de ir a Melilla para torpedear al Gobierno de España y a España. Al Gobierno, tal vez. A España, no. Rotundamente, no. Aznar ha dado a Zapatero una cucharada del cocido felón que tan bien sabe cocinar el leonés de Valladolid. Acaso ZP debía conocer la fábula. No parece. Utiliza a su abuelo como arma arrojadiza en vez de cómo bastión de reconciliación nacional. El cani y el curi. Yo me quedo con estos dos.
Un saludo.
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