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Francisco Velasco. Abogado e historiador

OBLIGAR A INVERTIR

Hay que obligar a invertir. Así declaraba, en el transcurso de la mini-manifestación del primero de mayo, uno de los sindicalistas liberados que acompañaban la escuálida marcha. Obligar a invertir. Es todo un síntoma. Los nervios se disparan. Se dice lo que se siente. No sabemos si se siente lo que se dice. En cualquier caso, las palabras desquiciadas preceden a las acciones perturbadas.


Se empieza maldiciendo y se termina violentando. En un Estado, sea democrático o dictatorial, la inversión es una iniciativa empresarial. Pública o privada, la inversión se realiza en virtud de tres factores complementarios. De un lado, que el emprendedor obtenga un rendimiento, una rentabilidad, que compense el sacrificio económico materializado. De otra parte, la extensión del riesgo que comporta destinar determinadas cantidades en un negocio a sabiendas de que en otros, la ventura es más factible. Por último, el período que se extenderá la inversión. Nadie da duros a pesetas. Nadie. En un sistema capitalista, no hay más ideología que el mercado ni más credo que la maximización del beneficio.


Desde esta perspectiva ortodoxa de la inversión, el verbo deber no es conjugable. En todo caso, el infinitivo poder. Por encima de los anteriores, se imponen los sustantivos voluntad, intención, interés, tesón, incluso perseverancia u obstinación. Son los estandartes de un Estado en el que la libertad subsigue a la igualdad y en el que la ley impera por más que los gobernantes sean unos tiranos o la ciudadanía haya sido engullida por el populacho. La inversión se concilia con la iniciativa. La esfera de lo privado es intocable, con las excepciones que disponga el interés general y dentro de un marco muy restrictivo. De no ser así, de no regularse las relaciones socioeconómicas, retornaríamos al dominio de la barbarie. No se puede, pues, obligar a invertir.


De igual modo que no se puede obligar a prestar. Culpar a los empresarios o a la Banca de los males derivados de la crisis económica que sufrimos, es tanto como responsabilizar a los médicos de las operaciones legales de aborto. Un ejercicio infinito de hipocresía. No es el médico autor de una interrupción del aborto si la ley así lo recoge. No lo es. Ni se puede atribuir a la Banca su enroque en posiciones antiprestatarias. Ni al empresario  se le puede reprochar el recoger sus bártulos y capitales para ponerlos a buen recaudo. Es condición sine qua non de la actividad económica la certidumbre, la certeza, la fiabilidad, la confianza. En su defecto, el desarrollo se contrae y la prosperidad toma las de villadiego. Una sociedad contingente, insegura, plena de escollos, y fatalista, está condenada a la fuga de capitales, a la ausencia de inversiones y al retraimiento del crédito. No hay vuelta de hoja. No caben doctrinas. Las especulaciones políticas están de más. El dinero no tiene más amigos que el propio dinero. No hay derechas e izquierdas en el mercado monetario. Hay ganancias.


En un escenario democrático, las normas deben determinar los cauces de las relaciones laborales. El gran objetivo es la creación de empleo. Si esto no es posible, la fatalidad se enseñorea del territorio. En España, la España que desgobierna Zapatero y arruina el PSOE, el destino social y el futuro económico se ennegrecen por momentos. La razón es bien simple. No es que la cifra de parados se encarame a la cota de los cinco millones. Ni que la destrucción de empleo prosiga su fatídica marcha ascendente. Ni que las pensiones se balanceen cual elefantes sobre una tela de araña. Ni que la educación y la sanidad sufran tambaleos preocupantes. Ni tantas otras cosas. El gran problema es que el Presidente Zapatero genera desconfianza, inseguridad, trance, atolladero, aprieto, brete o agonía. Y de tal señor, tales vasallos ministeriales.


Quién puede obligar a invertir en estas condiciones. Se les puede expropiar. Se les robará. Se les matará. Pero obligarlos a invertir, no. Eso, no. Ni las turbas más desesperadas. Ni los Gobiernos más disparatados. Como el que padecemos.


Un saludo.

 

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