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Francisco Velasco. Abogado e historiador

BERZOTAS Y GALLARDOS

 

De berzotas, legiones. De gallardos, alguna solitaria y escuálida cuadrilla. Entre necios y valientes se ancha el campo de juego. Campo de irregulares dimensiones que se agiganta en el gol norte, se achica en el sur y bascula, lógicamente, hacia donde se halla el exceso de peso.

 

Excusen el juego de palabras. Reflexiono sobre el actual rector de la universidad Complutense, el señor Berzosa. Dice que es de izquierda. Lo dice pero no lo prueba ni lo demuestra con obras. Obras son amores. Viste mucho proclamarse de izquierdas cuando se ondea la bandera de la solidaridad, de la lucha por los desfavorecidos o de la defensa de los más débiles. Ahí entra la izquierda. Palabras vacías las del señor Berzosa. Nada de berzotas don Carlos. Ni ignora su posición académica y social ni actúa con la necedad del analfaburro. Por el contrario, Berzosa es toda una autoridad en la difícil interpretación de la hipocresía política. A la altura de Bardem, sin Penélope, aunque con la cruz de no ser Javier.

 

Berzosa, que no berzotas, no sólo ha permitido que en la Complutense se celebre un acto de desagravio al juez Garzón, sino que ha participado activamente en el mismo. En esa ceremonia del despropósito y de la confusión, no se defendía la ley (la cual es la salvaguarda de los oprimidos) ni se protegía los derechos de los desempleados (que constituyen, hoy día, la tragedia de la sociedad zapateril) ni se amparaban los usos democráticos (océano exclusivo en el que las ideologías tienen su ser) ni se hacía apología de los derechos sociales y de las libertades públicas (tan caras a los revolucionarios de izquierda que en el mundo son). Nada de eso. En esa ceremonia, ni democracia, ni trabajadores, ni derechos sociales. En ese rito orgiástico de unos cuantos iluminados, sólo cabía el denuesto, la calumnia y la destrucción de los valores. Aquello fue una misa negra cuyos convocantes reían con el drama del paro y oficiaban la misa negra del anarquismo más demoníaco. El acto, mísero y ruín, encontró en las palabras del señor Villarejo, fiscal anticorrupción que fuera, la homilía de un evangelio que lanzaba mensajes de odio. Conde Pumpido reprocha a su compañero de toga enlodada, que traspasó lo razonable. No le censura que se extralimitó. No, eso, no.

 

Allí estaba Berzosa, orondo y anfitrión, mostrando en una sola escena las dos etapas de la hipocresía más clásica. De un lado, la de la simulación, en la que dejaba ver la altura intelectual y moral de una universidad democrática y popular, sin darse cuenta, ignaro coyuntural, de que universidad viene de universo y aquello no era una manifestación global, sino una apología de lo sectario. De otro lado, la fase del disimulo, a partir de la cual, Berzosa, poco avezado, quiso ocultar el cariz tendencioso, hasta lo grotesco, de aquella merienda de negros, con perdón.

 

El dios a adorar era Garzón, un hombre rico, famoso, con enorme poder, elevado en el pedestal de la gloria terrenal. Gallardo Garzón. Garzón gallardo. De eso presume y de tal le halagan. ¿No será, sin embargo, que el término no sólo no es epíteto, sino ni siquiera un simple calificativo? A lo peor, la valentía se la dejó en las fosas franquistas, en los pagos norteamericanos o en las escuchas a los abogados. A lo peor. En cuyo caso, Garzón actúa como todos aquellos a los que él interroga. ¿Cómo? Negándolo todo, declarando lo que le interesa, y rechazando las preguntas de la acusación particular.

 

Berzotas y gallardos. Garzones y Bersozas. Los nombres no hacen personas ni las personas hacen nombres. La vida nos pone a cada uno en un sitio a poco que olvidemos dar cuerda al reloj de nuestra historia. Se para la vida. La vida se para. ¿Y la historia? Un adefesio, como la obra de teatro del mismo nombre que escribiera ese genial poeta, y pésimo dramaturgo, que fue Alberti.

 

Berzotas y gallardos.

 

Un saludo.

 

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