LA MEDALLA DE AZNAR
Nunca antes voté al Partido Popular. Nunca. Hasta que José María Aznar asió -sí, asió- las riendas de la organización que fundara Manuel Fraga. Aznar miró a su derecha y encontró los restos del naufragio de la UCD. Giró después la vista a la izquierda y halló el páramo desértico. Nada por aquí, nada por allá. Y como los prestidigitadores, ale hop, voilà, el PP. De Alianza Popular al Partido Popular. Pocas veces un cambio de nomenclatura varió tanto una idiosincrasia. De la misma forma que un dirigente se hace líder cuando prescinde de la rutina y se lanza, a tumba abierta pero con paracaídas, a un futuro muy incierto. Muy oscuro. Muy complicado. Ahí entró Aznar.
Aznar. Una primera legislatura de ensueño que antecedió a cuatro años de prepotencia. En el momento en que los dirigentes suben al pedestal y dejan de pisar el suelo, -que nunca se ha de dejar de hollar-, creen mutar su carisma de obrero por su aura de patrón. Es un hecho que ha acompañado a tantos prohombres a lo largo de la historia. No ocurrió con Suárez. El pobre Adolfo bastante hizo con lidiar el lote que le tocó en suerte y con la cuadrilla que le adjudicaron. No hay elogios para agradecer su inmenso trabajo de estadista. Sin embargo, cual el divino Felipe González de los 202 escaños, el Aznar de las elecciones de 2000 sufrió el síndrome de la peana, el vértigo de la altura. El vértigo desequilibra hasta el extremo de turbar, de forma pasajera e incluso repentina, el juicio de los más cualificados, el raciocinio de los mejores.
No fue Irak. No. Irak fue, acaso, la causa formal. La causa eficiente fue otra. La causa eficiente fue la creencia de que es oro todo lo que el líder toca, decide, determina o hace. La mayoría absoluta con la que Aznar inició su segunda legislatura fue el telón que se levantó para comenzar el segundo acto de una representación que pudo ser grandiosa, genial, apoteósica, y terminó en la tragedia del atentado del 11-M. Ni siquiera el aviso del Prestige iluminó la nublada razón del Aznar más envanecido. El atentado de Atocha arrebató a Aznar la gloria. La magnitud de la matanza se multiplicó por obra y gracia de una prensa hostil y de un psoecialismo vengativo y cruel. Este articulista no discute tanto las decisiones como el modo. No discrepa de los conceptos, sino de los procedimientos. Está seguro de la aptitud del ex presidente, pero rechaza ciertas actitudes del jefe de aquel Gobierno.
Con todo, a pesar de todo, la figura de Aznar se ha convertido en santo y seña de una parte de la historia del siglo XX. El peso político de Aznar era manifiesto antes de acceder a la Presidencia. ETA puede dar fe. El González del Gal tenía fecha de caducidad y el hombrecillo del bigote empujaba con seguridad e inteligencia. El gran triunfo de Aznar está por llegar. La deriva política, social y económica del presidente Zapatero, ofuscado entre sus complejos y sus ambigüedades, acrece el recuerdo del estadista. Del estadista al politiquillo/politicastro media un precipicio demasiado abrupto. La diferencia es notoria. Los resultados asustan. La medalla que Aznar nunca se colgó, de la solapa del chaqué ha de pender. Es la insignia del bienestar del pueblo, la vitola del orgullo de la nación española, el marchamo de la calidad de un Estado democrático. El propio Aznar es la medalla.
La medalla de Oro del Congreso de Estados Unidos es una pasada. Una emboscada. Una más de la maquinaria goebbelsiana zapateril. El 11-M sirvió para entonces. La proximidad electoral -de nuevo, Atocha- tiene de los nervios al psoecialismo mercenario. Aznar es el tótem. Todavía lo es. El informe del Tribunal de Cuentas repugna a la ciudadanía más imparcial. Ni siquiera el Ministerio Fiscal de Conde Pumpido se atreve a esgrimir motivos personales espurios. Interés público, proclama la Fiscalía. No importa. El asunto será manoseado hasta la náusea. De ello se encargará la prensa del Movimiento. Del Movimiento Nacional del PSOE.
Como estamos en Semana Santa, habría que rezar: “perdónalos, Señor, porque no saben lo que hacen”. Sin embargo, uno no conoce según qué plegarias y, en su lugar, matiza: Si quieres perdonarlos, Señor, muy bien, pero saber lo que hacen, vaya que sí lo saben. Especialistas que son, Señor. Especialistas. Pero, Señor, que el perdón a ellos no implique la muerte de otros. Que el principio de reinserción social no lesione el principio de prevención de la criminalidad, Señor. Que Aznar merece una medalla. Lo que no merece es que sea estrangulado con ella.
Un saludo.
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