LUNES DE PASIÓN
El Pathos griego recupera en el cristianismo toda su esencia. Grecia es la fuente de inspiración del mundo occidental. La Grecia clásica cedió su cetro a la Grecia helenística. Transformó la charis de Praxíteles en la contorsión mayestática del Laoconte. Al tiempo, el imperio universal de Alejandro fue absorbido, por la fuerza de las armas, en el tornado militar de la emergente Roma. Roma derrotó a Grecia, se dice. Verdad a medias. Roma triunfó en el campo de batalla, pero fue abducida, subyugada, por la Grecia de la cultura, de las artes, de las ideas.
Cristo nació y murió en tierra romana. Belén era, entonces, romana. Y el judío rey vio la vida bajo la potencia de las legiones de Roma. Fue crucificado por romanos. Murió y fue sepultado en suelo imperial. La figura cristiana del buen pastor se inspiró en el moscóforo griego. Toda Roma fue Grecia. Toda la Hispania romana se nutrió del milagro heleno. Después recibimos la herencia “bárbara” de los visigodos y el fantástico legado de los musulmanes. Fue después, mucho después.
El cristianismo impregnó tanto la cultura occidental que, veintiún siglos más tarde, el sudor del crucificado se mezcla con el nuestro, seamos creyentes o no. Se mezcla. Como Machado, subimos por la escalera para quitarle los clavos al nazareno Jesús. Claveteamos primero y, sangrante la herida, queremos arrancarle de la cruz. Laceramos y pedimos perdón para, sin solución de continuidad, limpiar la llaga impía.
El Barroco exacerbó el sentimiento cristiano. Cristo no fue sólo el dios de muchos. Cristo fue la imagen de la humanidad esclava, cautiva, sojuzgada. El mensaje de Jesús fue un grito de superación, un estandarte de no rendición, una llamada a la resistencia, una negativa a la muerte de la libertad, un llanto inconsolable por la igualdad de los hombres y de las mujeres. Ese mensaje fue su pathos. El irresistible dolor que soportó el que dicen hijo de dios, fue el tablón al que se agarran los náufragos de la plebe en el océano bravío de los poderosos sin alma.
Hoy, lunes de pasión, acudimos todos, asistidos, o no, del don de la fe, a la representación de lo que es la historia de la humanidad. Victorias y derrotas que jalonan las vidas en una secuencia multirrepetida. Cristo padeció. Todos somos pequeños cristos. Unos caemos antes, incapaces de admitir nuestra nimiedad pero, al mismo tiempo, de reconocer la grandeza que escondemos. La procesión de las palmas nos advierte de la futilidad de nuestros gozos, lo perecedero de nuestras alegrías, la inconsistencia de nuestros éxitos. Cristo se limita a decirnos que si la gloria del mundo pasa con la velocidad del rayo, la lucha nos curte con la lentitud más exasperante. Que, como nos transmitieron los filósofos griegos, el movimiento no es sólo el paso de la potencia al acto, que también, sino la pugna entre contrarios.
Lunes de pasión. La potencia se actualizó. La noche y el día, la luz y la oscuridad, el bien y el mal, enfrentados. Tras la lucha, la vida. No es la muerte el fin. El fin es la vida. Nunca muere el espíritu. Nunca. Lunes de pasión, pero no de muerte. Lunes de vida.
Un saludo.
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