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Francisco Velasco. Abogado e historiador

TRABAJADORES MILITARES


 La Segunda República Española trató de ser todo lo pragmática que humildes quisieron mostrarse algunos de sus dirigentes. Como quiera que esta última virtud no acompañó a los Azaña y compañía, el valor del pragmatismo quedó en aguas de borrajas. No obstante, se intentó corregir errores del pasado y sanar males endémicos. Uno de estos males fue el del golpismo, el de los pronunciamientos, el de las asonadas, el de los espadones. La mutua antipatía y la recíproca desconfianza que se profesaban los líderes del Gobierno republicano y, en general, el estamento militar, condujeron a la promulgación de la "Ley Azaña". Con ella, se pretendía "capitidisminuir" la abultada nómina de oficiales (alrededor de uno por cada nueve soldados) incentivando el retiro, con el sueldo íntegro, de los que no quisieren jurar fidelidad a la recién advenida República. La respuesta llegó poco después con el fallido golpe sevillano del general Sanjurjo.

 El problema militarista, pandemia ignominiosa que padeció España a partir del siglo XIX, halló su continuidad a todo lo largo del siglo XX. Más atemperado, sí, pero igualmente desastroso. La sombra de Franco se alargó al esperpento del "tejerazo".

 Preocupa a este articulista que el Estado español se desgaje. Le preocupa y mucho. En esta preocupación se funden el sentimiento de respeto hacia la mayoría nacional (sin desdeñar a la minoría) y la posición racional que se deriva del texto constitucional. Mas en esa fusión, la razón debe imponerse a cualquier veleidad sentimental o sentimentaloide. Cosa distinta es que, conforme a la ley en vigor y de acuerdo a la mayoría democrática, el soberano pueblo español, en libertad, decida modificar la Carta Magna y redactarla en términos distintos a los actuales. Eso es democracia. Lo demás, cuentos nacionalistas bélicos y/o totalitarismos de mala laya y peor conciencia.

 En consecuencia, por mucho que catalanistas de avaricia y falsos abertzales de salón propugnen la independencia, el imperio de la ley señala la indisoluble unidad de España, y al ejército encomienda, entre otras, esta noble misión. Ahora bien: tambores de asonada, ni uno. Ni el más quedo. El poder civil es el poder legal. Que el Gobierno es nefasto, el pueblo español sabrá cambiar el sentido de su voto donde se debe: en las urnas. En España, no caben ya el terror ni la apología del terror. Venga de donde venga.

 Ahora bien: los nostálgicos de la nada y los buitres de la miseria no pueden engañar a los españoles de bien ni manipular a la opinión pública. Las reivindicaciones de los militares no son avisos de pronunciamiento. En absoluto. Se trata, simplemente, de exigencias laborales, de peticiones profesionales, de pretensiones sociales. El protagonismo histórico de unos cuantos barandas del ejército no nos debe dejar caer en la trampa de meter a todos los militares en el mismo saco. Ni mucho menos. Un ejército profesional eleva su rol y su rango a medida que esos trabajadores, funcionarios como tantos otros, son dignamente tratados por el Estado y en cuanto el Gobierno de turno respeta escrupulosamente sus derechos. Ahí quiero ver a los sindicatos semiverticales y a los sindicalistos más enfervorizados.

 La clasificación entre militares leales a la República y fieles a la Monarquía es una aculturación. Militares respetuosos al imperio de la Ley. Ley que respeta los derechos de todos los militares. En el obligado plano de igualdad y de proporcionalidad. La norma debe procurar ciudadanos justos para que la no ley no engendre españoles justicieros.

 Un saludo.

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