VIOLENCIA CONTRA MUJERES
Cuando las personas sólo disponen de fuerza bruta, el animal que llevan dentro hace acto de presencia. No hay más que una fiera hambrienta que urge su ración de carne. Los maestros que golpean a sus alumnos o, simplemente, los agreden de palabra, no tienen más recursos pedagógicos que la superioridad física. Los médicos que se amparan en su pedestal de especialistas en salud para diagnosticar a base de recetas miles, han perdido la razón de la ciencia y se congratulan nadando entre aguas reservadas a las élites. Los primos de zumosol son el instrumento de disuasión, o de persuasión, a convenir, de los que, insolidarios, se escudan en la ley de la jungla. Aunque la selva sea urbana y los tarzanes vistan corbata.
Esa fuerza bruta masculina está alcanzando cumbres de ferocidad que parecían superadas. La crisis pone nerviosos a muchos. El tigre que llevamos dentro sale de su jaula y mete miedo por doquier. En lo que llevamos de año, los casos se multiplican. A la luz del día y en la oscuridad de la noche. Las presas del macho son hembras. Los hombres se llevan la triste palma del protagonismo cobarde. Amenazan de palabra, golpean con la mano, atizan con el garrote y utilizan el cuchillo para desgarrar a las mujeres. A las suyas. Porque se creen que les pertenecen. Con su propiedad, hacen lo que quieren. Dueños de vidas y de honras. Dominadores del rebaño que capitanean. Desgraciados.
Una sociedad que desprecia a las mujeres y no pone los medios adecuados para su defensa, está envilecida. El machismo imperante triunfa porque las leyes no amparan a las físicamente débiles. No es violencia de género. Es violencia nacida de la fuerza física. Es violencia que pende de una mentalidad cobarde que se ha conservado durante siglos. Es violencia animal.
Los juzgados cuentan los juicios por faltas y no por delitos. Una amenaza se paga a tres o cuatro días de arresto domiciliario y pare usted de contar. Hasta la próxima. El hombre condenado aceptará de buen grado un castigo superior si le permiten el lujo de romper un par de costillas a la mujer a la que nuca trató de igual a igual. Entre diez y quince años por matar a víctimas inocentes. Y así. Así, hasta cuándo.
Es preciso acabar con esta lacra. La enfermedad de las agresiones transciende lo personal para instalarse en lo social. Pruebas. Una vez acreditada la agresión, duro con los apaleadores y los verdugos. Mientras tanto, que se eduque en igualdad y en libertad. Pero al tiempo, que la facultad punitiva del Estado se deje sentir sobre esta jauría de lobos con piel de hombres. Si no pueden vivir de forma civilizada, aplíquenseles las medidas necesarias para preservar los derechos y las dignidades de sus víctimas.
Cuántas mujeres más han de morir para zanjar esta cuestion. Ni una sola. Desde ya, fin a las agresiones y a las violencias de los machos brutales. Poco hombres. Nada hombres. Hienas.
Un saludo.
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