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Francisco Velasco. Abogado e historiador

EL SIETE Y EL DIECISIETE

 

 El siete es un número mágico. Siete. Su forma simbólica es la causa por la que con su nombre se designa al rasgón en forma de ángulo que se hace en los trajes. Y en los lienzos. Siete.

 

La vida en la España de esta primera parte del siglo veintiuno se hace especialmente penosa. Nada es lo que parece. Y se quiere hacer parecer lo que no es. Es verdad que la crisis económica es gravísima. Cierto que el paro se asoma al pretil de los cinco millones de desafortunados. Indudable que la corrupción invade los tejidos del Gobierno psoecialista. Nadie discute que el presidente Zapatero corre el riesgo de darse un porrazo mortal a causa de los bandazos inverosímiles de su política. A ratificar me quedo que las guerras son justas cuando así lo certifican los dos sindicatos históricos, con perdón, en conjunción con un puñado de artistas enriquecidos por la explotación de ideologías liberticidas, con más perdón, y con ciertos periodistas de alcantarilla, con la indulgencia de las cloacas. Con todo el peso de la anterior, este dicente considera que lo más pernicioso en la España actual es el siete.

 

El siete a la España de las diecisiete. El roto a la España de las Autonomías. El despiezo del Estado. La fragmentación del territorio. La división entre españoles. La búsqueda de nuevos bandos fratricidas que cubran las homicidas ambiciones de politicastros enfermos de odio. La hendidura de la conciencia nacional. El desbaratamiento de la unidad de España. El Pisuerga que pasa por Valladolid es el tópico recurrente que golpea el esqueleto de la Constitución y, leña al mono, que es de loza. No es de goma. De cara y fina porcelana. Pero no importa. Hay que romper la obra de arte más grande y más longeva que ha parido nuestra historia: la construcción del Estado español. En ese estropicio se hallan los catalanistas de pega y los batasunos de zurra. En ese destrozo, Zapatero tiene mucho por lo que responder.

 

España se enfrenta a su propia mirada atrás. La dialéctica de la historia nos propone, una vez más, el cainismo de los pueblos. La fláccida mano que no rige el Estado, manosea los despropósitos de su ruptura. “Es una vergüenza lo que en España está pasando contra el Barcelona”, ha declarado Rosell, presidente de la entidad blaugrana. Su antecesor en el club catalán, Joan Laporta, va más lejos en su política de verbal bombardeo destructivo cuyos efectos carga el diablo separatista. Ha dicho: “quiero la declaración unilateral del Estado catalán”.

 

Entre tanto, Zapatero se dedica a un peligroso juego de rol. Es como el niño que juega hoy a policías y mañana a vaqueros. Nunca dejar de hacer el indio. La película que filmó sobre la crisis es candidata a los Premios Razzies, los anti-Óscar. El corto sobre el empleo se quedó sin estrenar pero recibió millonaria subvención compensadora de sus ineptitudes. El documental sobre el pacifismo se aupó a la categoría de Apocalipsis libia. El spot publicitario con Gadafi, loa a la mamarrachada. El protagonista agónico e insulso inyecta veneno de rencor a la voluntad conciliadora de los españoles. Así, el cianuro se viste de plutonio al tiempo que la Constitución se solapa en el Estatut.

 

Las diecisiete pueden ser quince mañana. Pasado, reducirse a trece. En tres meses, cantones todos. Después de la juerga independentista, el responsable del ERE patrio se lavará las manos y, con el porte pomposo e imponente de los bustos parlantes, culpará a todos del desaguisado. Salvo él, todos hemos llevado a España a su descalabro. Solo debimos dejarlo. En isla apartada. Muy  vigilada. Como Napoleón que se cree. Sin darle opción a cien segundos adicionales. De lo contrario, el siete contra las diecisiete será un jirón imposible de arreglar. Un siete, setenta y siete mil veces en el vestido electoral. Verán cómo se cabrea con el siete veces roto.

 

Un saludo.

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