INIMPUTABLES
Muy difícil tema. Ley de menores. Inimputabilidad. Carta blanca. Sírvase lo que quiera. Gratis total. Muy difícil tema. Sin duda, pero soluble.
El artículo 3 de la Ley de Menores (LORPM) exime de responsabilidad penal a los menores de 14 años, a los que sólo podrá aplicarse normas de protección contempladas en el Código Civil y en otras normativas. No cabe culpabilidad a estos menores porque por más que lleguen a realizar el hecho típico y antijurídico, se da por hecho -con carácter absoluto y no relativo- que no tienen las facultades psicofísicas mínimas para ser autores de una infracción penal. Exención. Supuestamente no tienen capacidad de entender y querer lo que se está haciendo. Lo dudo y es demostrable.
Un chico de trece años, once meses y treinta días tiene la misma edad cronológica que uno de catorce años. Su edad mental puede estar muy por encima de un adulto de cuarenta tacos. O de cincuenta. O más. Confundir la edad cronológica con la mental es un problema de base. Todo cuanto se construye a partir de una base inconsistente, termina derruyéndose a corto plazo. La confusión es un estado mental que mezcla cosas diversas. Cuando se caracteriza por la falta de concierto y claridad, conduce al desorden. Una vez el desorden se generaliza, se propende a considerar la perplejidad y el desasosiego como estado de normalidad. En ese instante, irrumpe la falacia como elemento propio del sistema. Instalada la falacia tras el reinado de la confusión, se corporeíza el engaño y la mentira. El paso siguiente es el establecimiento jurídico de la trampa, del dolo y del fraude. Las consecuencias son evidentes: los valores que se elevan sobre cimientos sin suficiente anclaje, descienden a la sub-categoría del desvalor. En vez de crecer, minoramos.
¿Y por qué? Porque no existe reproche. Si un chico de diez años quema un bosque, no es imputable. Angelito. La culpa la tienen los maestros, dirán los exégetas del "sed felices". Durante lustros -cómo pasa el tiempo- los puretas voceros de la LOGSE, aquellos que desertaron del aula para acomodarse en despachos de ejecutivos de medio pelo, se convirtieron en los nuncios idiocios de la verdad oficial: los niños deben ser felices, y si esa felicidad pasa por no ser molestados por padres y profesores, por prescindir de deberes escolares molestos, por disponer de todos los derechos del mundo y ningún deber, por repudiar el esfuerzo, la abnegación y la autodisciplina, entonces, a hacer puñetas todo esto porque la felicidad no admite cortapisas vulgares. Felicidad a ultranza para los chicos. Para ellos, felicidad es hacer lo que les dé la gana. Pedagogos.
Fui testigo directo, casual pero directo, de un hecho que protagonizó una maestra, a la sazón concejal socialista de Huelva, allá por los años noventa. Recriminó a un chico de unos doce abriles que pateara un arbolito en la calle Fernando el Católico. El jovenzuelo no dudó en enviar a la edil a salva sea la parte al tiempo que hacía ademán de tirarse hacia ella y sacarle los ojos. En los inicios de los años ochenta, el despertar sexual fue muy precoz y, gracias a la tele, a las revistas de mujeres desnudas que poblaban los tenderetes de los kioscos de prensa y al desmadre de haz lo que quieras, los alumnos de octavo de EGB eran cohetes inflamables que se acercaban a cualquier foco de calor. Casi no tenían freno. Años después, un nuevo cambio de ley educativa modificó la estructura de los centros docentes de tal forma que los alumnos de séptimo y octavo de EGB pasaron a integrarse en los cursos primero y segundo de la ESO y, de ser los reyes del mambo en las escuelas, trócaronse en los benjamines de los institutos de Secundaria. ¿Comportó aspectos positivos, en cuanto al comportamiento de los chicos? Pues claro. Pues claro que no. Sigan leyendo.
Cualquier maestro de Primaria dirá hoy con absoluta tranquilidad que los alumnos de sexto -con diez u once años- han tomado el relevo de los de octavo y han asumido con toda naturalidad su papel de "mascas". Que los profesores les interpelan por conductas reprobables, se ríen en sus caras con la anuencia de los papás. Que algún papá desorientado se atreve a dar un cachete bienintencionado al niño, denuncia ante la Fiscalía de menores. Que el director del colegio firma un castigo de expulsión temporal, que se ate bien la taleguilla porque las "cornás" serán de mihuras. ¿Y qué ha pasado con los novicios benjamines de los institutos? Lo mismo. La inmensa mayoría de los enseñantes rehúye dar clases en estos cursos donde la falta de disciplina, la ausencia de bagaje cognoscitivo y la jactancia de no dar ni golpe explican el airado papel de España en el Informe PISA. Ver para creer. Y estos muchachos son, según la ley, inimputables.
Este articulista siempre ha mostrado su desacuerdo con la Ley del Menor. Los recientes sucesos de Baena y de Isla Cristina no son hechos puntuales que induzcan a reformar esa norma perversa. No. Las declaraciones del ínclito Caamaño no hacen sino desconocer -o rechazar el conocimiento- la realidad más notoria. Baste darse una vueltecita por colegios e institutos. No hay peor ciego que el que no quiere ver. El señor Caamaño, todo un ministro de Justicia -y catedrático de Derecho Constitucional- debiera actuar con el rigor y la seriedad propia de los juristas y no con la vena de "hooliganismo" psoecialista y pseudoprogresista de su partido político. El ministro de justicia tiene la obligación de saber qué ocurre. Del mismo modo que ha de estar enterado que un chico de estas edades sería inimputable si en él concurrieran tres requisitos. A saber: en primer lugar, que carezca de un desarrollo mental suficiente; en segundo término, que su conciencia haya perdido la lucidez o que se halle profundamente perturbada; por último, que su psique sufra algún tipo de grave alteración. Ante estas circunstancias, se podrá determinar si el menor posee aptitud para comprender la antijuridicidad de lo que hace y capacidad para actuar conforme a esa comprensión.
Si la sociedad del siglo XXI no es capaz de discernir qué está ocurriendo entre sus miembros más jóvenes, cómo va a corregir los errores existentes. De la misma forma que este comentarista pide -y ha pedido- un análisis profundo acerca de la conveniencia de situar en los 16 años la mayoría de edad, demando a los gobernantes (¡ejem!) que sigan el mismo proceso para reformar cuanto antes la Ley del Menor.
Un saludo.
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