CANÍCULA
Me siento a escribir en el porche de mi casita de campo. En julio, me gusta relajarme entre árboles, pajarillos y silencio. La noche llena de magia el paisaje. Es tiempo de meditar sin presiones ambientales. El calor se atenúa y la brisa marina perfuma los campos.
Dentro de esa ola de placidez, uno recuerda momentos de su vida. De pronto, alguien camina sendero abajo. Marcha solo a paso cansino. Es un muchacho negro. Mi mujer me hace una señal. Levanta la mano y entre chapurrea y balbucea un "buenas noches" poco audible pero lleno de significado. Se le entiende. Sonríe. Se dirige al pueblo. La soledad es su compañera. Le devolvemos el saludo. -¿Ha cobrado lo que le debían?, le pregunto. -No, me contesta. Y añade: mientras no me paguen, no podré reunirme con los míos.
Es inmigrante. Joven y negro. Es deudo de su nacimiento y de su vida. No le pagan por su trabajo. En su campamento de plástico le mata la canícula. A los aborígenes nos hiere el calor. A él, la canícula, como a los perros sin aliento. Está solo en medio de la nada. Su nada es un vergel en su África natal.
Nuestra sociedad debe hacer examen de conciencia. La política pervierte a los seres humanos. Dejamos de ver a nuestros semejantes como personas. Los clasificamos como números. Rebaño de reses sin pastor. Todos somos un poco lobos. Al vecino, joven, negro, inmigrante y solitario, no le pagan. Algún chacal no le paga. -Vaya a la guardia civil, le digo, denúncielo. Me sonríe, la cabeza gacha, agita la mano y se aleja. No se atreve.
Un saludo.
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