QUÉ VERGÜENZA, PAPI
Nueve de cada diez españoles sostenemos que los partidos políticos son la principal fuente de corrupción de España. Décimas arriba, décimas abajo. La cifra es desconsoladora. La democracia no se lamenta de la pluralidad ideológica. La democracia llora por la unicidad de quienes hacen de ella un trapo sucio. La democracia de partidos ha perdido el respeto al pueblo. Los ciudadanos sólo servimos para que nuestro voto legitime, cada cuatro años, la continuidad de un sistema de vicio.
Llámese Pesoe o nómbrese Pepé o refiérase de Iu. Sus bases sociales nada tienen que ver con las cúpulas dirigentes. La pirámide de poder marea a los que se han situado en lo más alto. Quieren más y más. Los impuestos de los españoles se utilizan para construir una autovía que sirva de coartada al enriquecimiento de ciertas empresas y a la financiación de la formación que sustenta al gobierno, sea nacional, autonómico o local. Construir un hospital cuesta el doble de su valor. La mitad inflada se emplea en el relleno de maletines que, estilo ollero, justifican los latrocinios de la gürtel, de la barcenada, de los blancos y dorribos o de la granujería chavesista y griñanera.
Todos los perros con distintos collares participan del festín de la carne. Los huesos quedan para el común de desempleados, pensionistas y funcionarios. Si algún ingenuo considera que esto tiene solución, me apunto a su bando. El único requisito que pongo es que los rajoys, los rubalcabas, los valderas y todo el séquito de mangantes que arrastran terminen, qué digo, comiencen por dar explicaciones válidas y fundadas ante la justicia. Ninguno de ellos tiene la gallardía de autoimputarse. Para satisfacer sus ambiciones personales, los primeros. Cuando de dar la cara se trata, no están ni se les espera. Son tan cobardes como traidores y tan indecentes como ineptos.
La democracia española es una cima que nos ha costado sudor, lágrimas y porrazos alcanzar. Una vez lograda, la golfería institucional quiere expulsarnos del paraíso con tal de erigir en la cumbre los versalles de la casta patricia. Estos padres de la patria no son sino bretones que nunca, -se defienden-, nunca, nunca, quemaron las esperanzas de sus hijos. Ahora bien: éstos ni se encuentran ni se encontrarán.
Me repito: qué vergüenza, papi.
Un saludo.
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