BALTASAR GARZÓN, MUCHACHO
Si la carta que ayer reprodujo el diario El Mundo es auténtica, las aguas fecales de la Audiencia corren más sucias y fétidas de lo que podría pensarse. Tanto, que el hedor sería insoportable. Si la misma no es falsa. Si la misiva no se ha obtenido de forma ilegal. Si el escrito de marras se corresponde a la certeza más sublime. Si concurren estas condiciones, me temo que nos encontramos ante uno de los escándalos más sonados de la historia de la democracia. La gresca política alcanzaría decibelios no permitidos por ley.
De ser cierto el contenido, el señor Garzón, muchacho, podría incurrir en un delito muy grave. Éste que les escribe publicó, meses atrás, un artículo que titulaba "¿Prevaricadores? La tira". Del mismo, reproduzco textualmente el siguiente párrafo: "Algo se está avanzando en este sentido cuando el Tribunal Supremo ha confrmado la admisión de la querella que, contra él, interpuso el sindicato "Manos Limpias". Se le acusa de un presunto delito de prevaricación, es decir, de dictar, a sabiendas, sentencia o resolución injusta (art. 446 Código Penal) o dictarla por imprudencia grave o ignorancia inexcusable (art. 447). La primera defensa de Garzón no ha sido negar la mayor, sino atacar al denunciante. Lo ha tachado de franquista. Como si ser franquista fuera un delito o como si la denuncia fuere una acción privativa de todos menos de los franquistas. Hay que recordar a Garzón que la verdad es la verdad, la diga el rey Agamenón o su porquero.
Entonces, corría el mes de junio y el verano entraba a empujones en los cuerpos y en las almas, el alboroto mediático no pasó de la categoría de tumulto controlado. Apenas el altercado dialéctico adquirió consistencia. Garzón sobrevivió al vocerío de unos pocos medios que otros se encargaron de atemperar. Ante el Consejo General del Poder Judicial, don Baltasar, muchacho, aseguró "no haber relación directa, ni indirecta, ni de carácter económico con la entidad". La entidad, lectores, es el Banco de Santander. El presidente del banquito (como los caballitos famélicos que argumentaba Juan Guerra) es nada menos, y nada más, que el Sr. Botín. Botín, sin segundas.
Don Felipe González, con ocasión del estallido de los casos GAL, Fondos Reservados, Lasa y Zabala, y un largo etcétera, quería quitarse el muerto de encima arguyendo excusa tan simple como: "ni hay pruebas, ni las habrá". Es decir, el ex presidente, en vez de negar la esencia, la inexistencia de los delitos, advertía de la imposible probatoria de los mismos. Se equivocó la paloma, se equivocaba.
La inmoralidad se acerca, a veces, al precipicio de la gresca. La disputa se mece en la cuna de la desvergüenza. El griterío no puede reducirse a sordina cuando el clamor aspira a advenir abucheo. Garzón, muchacho, ha podido mentir al órgano superior del poder judicial. Si, repito, es cierto el contenido de estas cartas, al parecer en poder del Tribunal Supremo, don Baltasar debe tentarse la ropa de civil y el ropón de juez. A veces, los desenfrenos verbales acompañan a las resoluciones falaces, del mismo modo que las acusaciones arteras (va por usted, Gómez de Liaño) arrastran barrizales de revancha.
Me van a permitir que acabe con el texto final del artículo susodicho: "Prevaricar debe ser un acto orgásmico. El orgasmo del poder que trasciende la satisfacción del dinero. Prevaricar es la consagración del ego, el reconocimiento de la fuerza, la corona de la ley, la deificación de lo humano. El yo freudiano hecho público. Prevaricar es enchufar. Prevaricar es comprar palacios con dinero público pese a las necesidades del pueblo. Prevaricar es comprar a constructores. Prevaricar es un asco. Los prevaricadores, asquerosos. Algún día caerán todos en la misma red de su infamia. Lo veremos".
Pues eso. Uno presume la inocencia de don Baltasar, muchacho. Ahora toca a Garzón, muchacho, rebatir posibles acusaciones injustas y falsas denuncias. Le toca, muchacho, Garzón.
Un saludo.
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