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Francisco Velasco. Abogado e historiador

CORÁN

 

 Guerras, no. Guerras por extensión, tampoco. Guerras por determinante, ni una. La guerra es siempre un mal que, rara vez, puede ser necesario. Muy rara vez.

 

Especialmente execrables resultan las llamadas, tristemente, guerras de religión. En nombre de un dios, se mata a seres humanos. Nada más falso, más demagógico y más criminal. En nombre del Dios, con mayúsculas, no cabe la guerra. Pero ahí están. Impelidas y materializadas unas veces por cristianos, que toman en vano el nombre de Dios y otras veces, iniciadas y ejecutadas por musulmanes que interpretan, a su antojo, el nombre de Ala´. En todos los casos, los seres humanos hacen del dios su paladín particular, su ariete celestial que barre en la tierra a todos los enemigos. Ese dios se pone de una parte. Habráse visto sandez.

 

En este sinsentido espiritual, en esta pantomima moral y en tamaña estupidez cívico-política, suele darse con frecuencia una paradoja. Los más antibelicistas de boquilla suelen ser los mayores detractores de la religión. Como si quisieran atribuir a la religión la causa de todas las guerras. Si la grandeza de su capacidad de análisis se cimenta en la confusión mental entre causa y excusa, los estados han caído en poder de mamarrachos que se hacen nombrar reyes, ministros, triunviros, césares o dictadores. Igual da que alcen el pendón republicano que el estandarte democrático. Un cretino no deja su condición por declararse de una religión o de otra, incluso ateo o agnóstico, como el dirigente incapaz lo es por sí mismo, sin necesidad de ponerse al mando de ejércitos armados o de tropas de oenegés turísticas. La estupidez no tiene límite.

 

Ahora resulta que éramos pocos y parió la abuela. He aquí que un descerebrado infunde ánimos a sus conciudadanos para quemar libros del Corán. Corán, libro sagrado. Sagrado para los musulmanes, pero también, por el respeto que se les debe, para todo el mundo. Como lo es la Biblia. Como lo puede ser el compendio de tradiciones, creencias y religiosidad en el que un pueblo deposita su fe.

 

He mantenido, con cierta insistencia, la idea de discernir conceptualmente el respeto de la tolerancia. Sostengo que la tolerancia es una virtud entre desiguales. En cuyo caso, si nos referimos, de entrada, a un mundo desigual, cuán tan bajo estaremos que hacemos del infinitivo tolerar un sustantivo ético. Subrayo, por el contrario, la importancia del respeto. Constituye la apoteosis de la igualdad de las personas aunque habiten territorios distintos, desarrollen economías antitéticas o pertenezcan a etnias históricamente alejadas. El respeto no hace iguales a los seres humanos porque la igualdad no es uniformidad. Lo especificativo del respeto se refiere a las relaciones entre los hombres y mujeres cualquiera que sea su sexo, religión, ideología o lugar de nacimiento. Ahí empieza, y ahí acaba, la erradicación de las discrepancias y de los conflictos que acaban en guerras inútiles. Ahí termina.

 

Quienes zahieren las religiones, quienes coartan la libertad de culto, quienes confunden, a sabiendas, aconfesionalidad con laicidad, son los malvados de la película. Se ponen a la altura de los incendiarios del Corán y de la Biblia. Utilizan las religiones para abrir brechas y no para cicatrizar heridas. Los dioses no quieren la guerra. Sí la paz. Y la prosperidad que de ella proviene.

 

Un saludo.

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